Creer en Dios es una suerte, como ser guapo o tener buena salud. Y no porque haga más fácil la vida, pues la existencia de Dios pone en deuda al creyente, consciente de su insuficiencia, sino porque este puede confiar en que, en medio del lío incomprensible en que nos hallamos sumidos, hay alguien fiable al mando que sabe lo que se hace.

La creencia en Dios no es irracional: de hecho, si ha tenido un problema a lo largo de la historia del pensamiento ha sido su exceso de racionalismo. Hay gente que lo niega, pero no estamos obligados a ir a la velocidad del más lento. Mi posición personal es que la existencia de Dios, más que racional, es razonable, como argumenté en Necesario pero imposible con la tesis de los cuatro eslabones de la cadena.

Ahora bien, si Dios existe, hay que reconocer que resulta de lo más extraño que se esconda tan obstinadamente a la evidencia común. No me refiero sólo a que no se conozca su esencia (Dios desconocido), sino que a que no se deja ver (Dios escondido). Porque indudablemente a los ojos de cuerpo y mente aparece en este mundo sin claridad, por no decir que está desaparecido. El IV Concilio de Letrán definió la analogía entis con precisión admirable: este mundo es semejante a Dios, pero la desemejanza es mayor que la semejanza.

Si Dios existe, resulta de lo más extraño que se esconda tan obstinadamente a la evidencia común

Imposible negarlo: lo desemejante prevalece en la experiencia humana hasta casi apagar el recuerdo de lo divino, pues el mal físico, moral y estético cunde por doquier. Mucha gente no cree en Dios en conciencia y la mayoría de quienes creen han sido educados para hacerlo, luego su fe podría tener una explicación cultural.

Incluso tras las Escrituras, en las que se ha hecho visible un ejemplo extraordinario –el de un hombre como solo un Dios puede serlo (Boff)–, para muchos Dios permanece invisible por la simple razón de que no existe.

Me pregunto seriamente por qué las cosas son así y para responderme voy a escribir un libro titulado Dios escondido. De momento, me basta con rememorar el caso de Moisés, liberador del pueblo judío, que hablaba con Dios como con un amigo. Amparado en esta intimidad, un día le pidió ver su rostro, pero Dios se negó. A cambio, le ofreció esconderse en la hendidura de una roca: él pasaría con su gloria y taparía la hendidura con una mano y, cuando ya hubiera pasado, la retiraría: entonces “verás mi espalda (posteriora mea), pero mi rostro no lo verás” (Ex 33, 23).

Aviso para los afortunados: no habléis de Dios como si fuerais más que Moisés, no lo manoseéis torpemente, no lo mentéis a cada paso en política, moral o negocios, no digáis con sobrada ligereza lo que quiere o deja de querer. Tú qué sabes. “A Dios no lo ha visto nadie”, advierte el principio del mismo evangelio que proclama su venida (Jn 1, 18). Debería aplicarse la categoría del “Dios escondido” al pensarlo, rezarlo, representarlo, darle culto.

Lo absolutamente otro de Dios se manifiesta con preferencia de espaldas, esto es, sub contrario. Y cuando dejemos este mundo, aunque según Pablo y Juan contemplaremos por fin su rostro (1 Cor 13, 12 y 1 Jn 3,2), estoy con Rahner en que lo que en realidad veremos será la profundidad inacabable de su esencia, oculta tras de unas tinieblas luminosas.

Tú que crees, si quieres conservar la suerte del guapo, no te apropies del nombre de Dios y deja que siga siendo el misterio que es. Quien habla de él como si fuera suyo, no me interesa, no me convence, se parece demasiado a su propietario. Si crees haber visto a Dios, es que no es Dios. A otro con tu ídolo.