ESPAÑA. “Nick Ray era un tipo sensacional, de los que ya no se fabrican. Alto, con las piernas muy largas, cabellera rizada, sempiterno cigarrillo entre los labios. Caminaba como un cowboy o un marino que no acababa de echar del todo el pie en tierra firme. Parecía venir de un mundo donde todo se movía a cámara lenta”. Así describe Perico Vidal, hombre para todo en importantes producciones norteamericanas rodadas en suelo español, a su amigo Nicholas Ray (1911-1979) en el sensacional Big Time: la gran vida de Perico Vidal (Libros del Asteroide), de Marcos Ordóñez.
Vidal trabajó en Rey de reyes (1961), la primera de las dos películas que Ray dirigió en España para el productor Samuel Bronston. La otra fue 55 días en Pekín (1963). Por aquellos años, Ray vivió mucho en Madrid, tuvo alquilada una casa en La Moraleja y fundó y regentó el Nikka's, un al final ruinoso club de jazz situado en la avenida de América, donde también actuaron en sus comienzos Mari Trini, Los Pekenikes y Los Brincos.
Esas dos superproducciones fueron lo primero de Ray que vimos con gusto los niños de mi generación, sin saber nada de su director, sin saber que el cineasta vivió en la segunda un infierno –lo despidieron tras una crisis cardíaca– y sin saber que, por ellas, la industria del cine lo echó de la profesión. I was interrupted, dijo él: “Me quitaron de en medio”.
HOLLYWOOD. De adolescentes, ya retuvimos su nombre cuando vimos, con retraso, Johnny Guitar (1954) y Rebelde sin causa (1955), hechas dentro de sus dos años de momento álgido en Hollywood. Pero todavía quedaba bastante para que llegáramos a ver otras películas, mucho más pequeñas, que apreciamos tanto o más que esas dos: Los amantes de la noche (1948), En un lugar solitario (1950), Hombres errantes (1952), Más poderoso que la vida (1956) o, una de mis favoritas, Muerte en los pantanos (1958). En Filmin se pueden ver ocho de sus películas.
Y entonces empezamos a saber –aunque no del todo– que el hombre que dijo que “la voluntad de autodestrucción” fue su principal rasgo de carácter, el creador superdotado y formalmente transgresor que se había educado en el teatro y en la música, que había recibido clases y consejos de Frank Lloyd Wright y Thornton Wilder, que había empleado todo lo aprendido para contar historias de perdedores, marginados y solitarios, ese hombre, Nicholas Ray, un intelectual completo –aunque le pudiera pesar esa etiqueta–, se había pasado la vida intentando matarse con su adicción permanente al alcohol, al tabaco, a las drogas, a las pastillas, al juego y a la sexualidad compulsiva.
'Me quitaron de en medio', un formidable artefacto narrativo y ensayístico, reúne quince clases de cine impartidas por el director
FUEGO. Todo esto queda dramáticamente reflejado en Me quitaron de en medio (ECAM, DAMA, Caimán), un formidable artefacto narrativo y ensayístico preparado por Susan Ray, la cuarta esposa del director, y traducido, prologado y comentado por Manuel Martín Cuenca.
Pero el gran meollo del libro está constituido por la transcripción de quince de las clases que Nicholas Ray impartió a estudiantes en Nueva York en los años 70, clases en las que desgrana su experiencia y vuelca infinidad de anécdotas y personajes de su carrera, completadas siempre con textos procedentes de sus diarios –tremendos los correspondientes a su lucha final contra el cáncer– y de sus conatos de autobiografía.
El enorme interés del libro para los aprendices de cine y cinéfilos ilustrados se extiende con, entre otros contenidos, el estremecedor recorrido que Susan Ray hace de sus diez años junto al cineasta, una amplia reseña biofilmográfica del crítico francés Bernard Eisenschitz –autor de un estudio sobre el director– y con una exhaustiva filmografía. “Siempre he corrido hacia donde está el fuego”, dice Nicholas Ray. Leer este libro es correr hacia el fuego.