Image: ¡Aarg!

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Mínima molestia

¡Aarg!

Por Ignacio Echevarría Ver todos los artículos de 'Mínima molestia'

10 septiembre, 2010 02:00

Ignacio Echevarría


Estábamos Rodrigo Fresán y yo tomando un café cuando nos dio por hojear un ejemplar de la revista Cuore, que alguien había abandonado sobre la mesa. Yo no conocía esta revista, que al parecer se ha hecho célebre por su costumbre de publicar fotos de famosos en las que aparece llamativamente marcado con una flecha un defecto físico, un mal gesto, un desaliño, una mueca, cualquier fealdad sorprendida por el paparazzo de turno. ¡Aarg! exclama horrorizado un anónimo editor, señalando la axila mal depilada de Penélope Cruz, las bragas mal ajustadas de Paris Hilton, los michelines de Matt Damon, la celulitis de...

Fresán, infatigable a la hora de discurrir situaciones chistosas, se preguntó cómo sería una publicación literaria que empleara la misma estrategia con los deslices retóricos e ideológicos, las cursilerías, los disparates, las perogrulladas, solemnidades y burradas que tan frecuentemente se leen en las columnas de opinión de tantos escritores, en las revistas literarias o en los suplementos y secciones de cultura de los diarios. Pasamos un buen rato acariciando, entre risas, esta perspectiva y reprimiendo mal las ganas de ponernos a la tarea. Allí mismo había un ejemplar del magazine semanal de un diario barcelonés y, en un reportaje sobre Lawrence de Arabia, se leía que Los siete pilares de la sabiduría era la última novela del autor, o algo parecido. ¡Aarg!, podría haber exclamado un escrupuloso lector, susceptible de escandalizarse por estas nimiedades. Pero la cosa podría ir mucho más allá.

La idea, de hecho, es estupenda, y después de darle vueltas y someterla al parecer de inteligencias que respeto, me animo -con la autorización de Fresán- a brindarla a la concurrencia, por si prospera. Seamos prácticos: limitémonos, de momento, a los contenidos así llamados culturales, con especial dedicación a los literarios, por no dilatar en exceso el campo de observación. Pues, aplicada a la prensa en general, la idea resulta demasiado laboriosa, por mucho que ya exista un precedente eximio: "Die Fackel", el "antiperiódico" que, en la Viena del primer tercio del siglo XX, Karl Kraus publicaba en solitario, y en el que, mediante un severo escrutinio de la prensa, levantaba acta de la hipocresía y de la imbecilidad de su tiempo. En la huella de Kraus no han dejado de trabajar en todo este tiempo, con más o menos talento o heroísmo, pero siempre desborbados por la inmensidad de su objeto, algunos francotiradores destacados, como, por no ir más lejos, Arcadi Espada.

Pero lo que aquí se sugiere es algo menos ambicioso y enconado, más frívolo, si se quiere, aunque no hay que desdeñar sus posibles efectos pedagógicos e incluso higiénicos. Como en Cuore, la parte del león se la llevarían los columnistas más conspicuos. Imagínense lo que podrían dar de sí ponerse a marcar Aargs en las columnas de Elvira Lindo, de Arturo Pérez Reverte, de Lucía Etxebarría. Pero la cosa no debería quedar allí, y habría que atreverse con plumas de más altos vuelos: Marías, Trapiello, Grandes, Bonilla, Vila-Matas... Prácticamente no hay escritor español que no tenga su columna, y ninguno está libre de ocasionales flojeras susceptibles de ser subrayadas con un regocijado ¡Aarg! A la cola se pondrían los periodistas culturales y los comentaristas y revisteros profesionales, que por razón de su oficio producen impunemente incontables Aargs. Éstos habrían de seleccionarse muy exigentemente, para no repetirse todo el rato. Por no hablar de los suculentos Aargs a que darían lugar las declaraciones improvisadas en entrevistas.

De prosperar la fórmula, cabría extenderla a las obras y no sólo a los artículos de unos y otros. Pero aquí la cosa se complica, dado que el contexto más amplio hace menos practicable y ejemplar el muestreo. Por lo demás, el criterio debería ser mucho más diverso que el estrictamente gramatical, empleado con furiosa insistencia por los impulsores de La Fiera Literaria. Bien mirado, esto de los Aargs, caigo ahora, es un práctica que, sin tanto aspaviento, llevan empleando algunos desde hace mucho tiempo; como, por ejemplo, Ricardo Senabre, en este mismo suplemento, donde suele terminar sus críticas con unos discretos Aargs estilísticos. ¿Por qué no obrar igualmente con ideas recibidas, con latiguillos, con ripios y fatuidades de toda índole, con la espléndida y soberana tontería?

Puede que, cada vez más falta de espacio, de argumentos, de sentido, exclamar ¡Aarg! sea, qué lástima, el último agarradero de la crítica literaria, e incluso de la crítica sin más, constreñida a oponer el asco, la cuchufleta, la pura idiosincrasia a la ideología dominante.

Con un ¡Aaarg!, por ejemplo, marcaría yo mismo esta última frase.