Image: Carnaval

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Mínima molestia

Carnaval

Por Ignacio Echevarría Ver todos los artículos de 'Mínima molestia'

15 febrero, 2013 01:00

Ignacio Echevarría


Buen número de los pueblos y ciudades de España celebran estos días el Carnaval. Desde hace semanas cuelgan en las calles carteles anunciadores de las fiestas y desfiles programados para la ocasión. El Carnaval se ha convertido, al menos en España, en una industria municipal. Privado de todo filo transgresor, cuidadosamente reglamentado, ha mutado -como Halloween- en una festividad más bien infantiloide, en la que apenas resuenan los ecos de las tradiciones paganas de las que es heredero, menos aún de su adaptación cristiana. Parece evidente que la condición cada vez más acusadamente carnavalesca de la vida política y de las manifestaciones sociales priva de toda excepcionalidad y mordiente a la supuesta inversión de los roles que aparejaba antaño el Carnaval. Por no hablar de la impropiedad que supone en estos tiempos el derroche que la noción misma de Carnaval lleva implícito. Dijérase que, de un tiempo a esta parte, nos adentramos en una larga Cuaresma, y que el Carnaval fue eso que ocurrió ante nuestras narices hasta hace bien poco, y a cuya música bailamos todos, unos más que otros.

Y sin embargo, aún podemos recordar cómo, durante los primeros años de la Transición, la celebración de los carnavales, reprimida durante el franquismo, y todavía no acaparada por las autoridades culturales, constituía para algunos una fiesta realmente liberadora. Lo fue sobre todo para las llamadas "minorías sexuales", las que más resueltamente impulsaron la recuperación de esta fiesta, que les daba ocasión de alegremente "destaparse"; para muchos, frente a la moral dominante tanto como frente a sí mismos, en unos años en que -recuérdese- los armarios todavía estaban repletos.

Como tantos latinoamericanos de la diáspora, el fotógrafo chileno Luis Poirot vivía en Barcelona en los setenta. Allí tuvo noticia -corría "el año 1978 o el siguiente"- de cómo durante el Carnaval de Sitges, a últimas horas de la noche, concurrían en las calles "unas mariposas efímeras" (léase hombres travestidos). Allí acudió él con su cámara a cuestas. "La dura luz del flash frontal, que empleaba como un reportero de los años cincuenta, revelaba la doble máscara de quienes posaban desafiantes para mi cámara."

Durante los tres años siguientes regresó Poirot a Sitges "atraído por el juego de las identidades sustitutas". El material resultante de aquellas visitas quedó amontonado en una caja, una vez fracasados todos los intentos de verlo publicado. Durante su paso por Barcelona en 1982, adonde fue para ser operado del corazón, el poeta Enrique Lihn tuvo ocasión de ver las fotografías que contenía esa caja. Un mes después, desde Nueva York, mandó a Poirot una carta en la que le confesaba que no lo abandonaba el recuerdo de esas fotografías, y que les había dedicado un poema que adjuntaba a la carta "para publicarlo junto a ellas, ya que de otra manera el poema no se entendía".

No hubo oportunidad para esa publicación conjunta, y las fotografías permanecieron guardadas en su caja hasta hace muy escasos meses, en que Ediciones Universidad Diego Portales, sello que ha recuperado ya varias obras de Lihn (entre ellas su estremecedor Diario de muerte), las ha publicado tal como quería el poeta, acompañadas con su texto.

El libro, excelentemente editado en la espectacular Colección Poesía de EUDP, se titula La Efímera Vulgata, y constituye, por varias razones, un documento excepcional. Lo es del breve y explosivo sentimiento de liberación que embargó a la sociedad española en los primeros años de la Transición, y que tuvo un carácter particularmente rompedor y canalla en la Barcelona de aquel tiempo -la Barcelona de Ocaña, de Nazario, de Cardín-, antes de que el sida, por un lado, y enseguida la apisonadora olímpica y el rodillo nacionalista, arrasaran con el genuino espíritu que animaba la contracultura liderada por el movimiento gay, cuando éste todavía se postulaba -por decirlo con palabras de Pedro Lemebel- como una "construcción cultural diferenciada de los órdenes del poder"".

Sobre eso, y sobre la alegría y la sordidez, el patetismo y la juerga que revelan las espléndidas fotos de Poirot, discurre el extenso y emocionante poema de Lihn, que explora soberbiamente, con su lucidez característica, el destello y la zozobra de los rostros de "los que alguna vez se han soñado mujer (y son legión)" e interrogan el espejo, que lo que les devuelve"es -indeseada- la imagen de un cuarentón, personaje vulgar con su peluca rosada / y el vello negro que le ensucia los brazos y los senos".