Image: Dejar de escribir

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Mínima molestia

Dejar de escribir

12 abril, 2013 02:00

Hace un par de semanas, este suplemento se hacía eco de unas declaraciones realizadas por Alice Munro al New Yorker en las que, una vez más -pues ya lo ha hecho otras veces en los últimos años-, la autora canadiense anunciaba su renuncia a seguir escribiendo. Las declaraciones de Munro fueros hechas casi al mismo tiempo en que se hacían públicas, con bastante más ruido, otras de Philip Roth en las que aseguraba que Némesis (2010) iba a ser su último libro, dado que había resuelto dejar de escribir de una maldita vez.

Munro tiene 82 años, y Roth, 80. Una y otro parecen hablar de dejar de escribir como tantos dicen que van a dejar de fumar, resueltos a desentenderse de un hábito que los ha esclavizado durante toda la vida. Como en el caso de los fumadores, lo de anunciar que van a dejar de escribir constituye probablemente una estratagema destinada, antes que nada, a obligarse ellos mismos a cumplir un propósito una y otra vez aplazado, una y otra vez incumplido.

Esto último contribuye a atenuar la irritación que, de entrada, produce el hecho cada vez más frecuente de que un artista cualquiera haga pública su determinación de abandonar la actividad que le es propia. Todos estamos hartos de asistir al regreso de cantantes, de actores, de toreros que habían proclamado a los cuatro vientos su decisión de retirarse. Los agentes se frotan las manos cuando se trata de organizar la “última gira” de la estrella de turno, para luego anunciar a bombo y platillo su anhelado retorno.

Pero ¿un escritor? ¿Por qué un escritor habría de hacer una cosa así, como no fuera embargado por un delirio megalomaniaco como el que en su día movió a Gabriel García Márquez a anunciar que no publicaría ninguna obra de ficción mientras Pinochet gobernara en Chile?

Parece dudoso que los lectores se sientan motivados a leer a un autor porque ha dicho que deja de escribir. Y en todo caso, cualesquiera sean sus motivos, resulta mucho más digno, se diría, permanecer callado y que sean los otros quienes acusen el silencio y la abstención de uno.
En la entrevista en la que hizo sus sonadas declaraciones, Philip Roth decía: “En los viejos tiempos ponía la mano sobre mi máquina de escribir y me decía: ‘¿A dónde voy para dimitir, cómo renuncio?'. Pero no hay ningún sitio. Si hubiera una oficina en el centro de Nueva York donde los escritores pudieran ir a dimitir, habría una cola que daría la vuelta a la manzana”.

¿Chochea el viejo Roth? ¿De verdad piensa esto que dice, si es que en efecto lo ha dicho así?

Tendría interés indagar las vías por las que, desde Flaubert, y a lo largo de toda la modernidad, ha prosperado el mito del escritor “condenado” a escribir, prisionero de una especie de fatalidad. Solidaria de dicha mitología -a la que sirve en cierto modo de contrapunto heroico- sería la de los “escritores del No”, sobre los que tantas vueltas ha dado Enrique Vila-Matas. Pero el No tardío de autores como Munro y Roth, ya octogenarios o casi, poco o nada tiene que ver con el de quienes renunciaron a escribir en la plenitud de sus facultades. Más bien parece determinado por una terrible inconformidad con lo que, a pesar del éxito, de la fama, la escritura ha hecho de ellos.

Munro argumenta que desea ser “más normal, tomarme las cosas con más calma”. Roth habla de dedicarse a releer a sus autores favoritos mientras asesora y documenta la biografía que sobre él esta preparando Blake Bailey.

Pero años atrás, en la entrevista que concediera a la Paris Review (1984), Roth se definía a sí mismo en estos términos: “Digamos que soy, en gran medida, como alguien que se pasa todo el día escribiendo”. ¿Y qué queda de alguien así cuando, hacia el final de su vida, renuncia a escribir?

El mismo acto de hacer pública declaración de esa renuncia entraña una interiorización de la figura pública del escritor, con toda su vanidad y toda su servidumbre. Y esa sí es una fatalidad de la que parece improbable zafarse, menos aún cuando se ha alcanzado una visibilidad como la que Munro y Roth tienen.

¿A qué tipo de normalidad puede aspirar alguien que ha hecho de la escritura algo más que una forma de vida, la sustancia de su identidad?

Calla el escritor y sale el espectro.