Fuera de lugar
Ignacio Echevarría
Terminemos. Admito que quizá no fue la mejor de las ideas traer a Naipaul a colación en una reflexión sobre la presunta especificidad de la escritura femenina. Ocurre que a veces conviene pensar las cosas desde lugares difíciles, aun a riesgo de confundirlas, de confundirse. Naipaul es para mí un ejemplo de escritor cuya notoriedad trasciende las circunstancias de su origen. Nada en la escritura misma de Naipaul permite caracterizarla en función de su raza ni de su procedencia. A este respecto, resultan muy ilustrativos los agrios reproches que le hiciera Derek Walcott, defensor de una cierta especificidad de la cultura caribeña; reproches dirigidos -todo sea dicho- no tanto al nulo compromiso de Naipaul con ella como a su sospechosa adhesión a la cultura metropolitana.El punto de partida de mi reflexión sobre la escritura femenina, emprendida dos semanas atrás, fueron, como dije, ciertas declaraciones de Susan Sontag en la entrevista que le hiciera Jonathan Cott para Rolling Stone. Cité ya algunos pasajes de esas declaraciones. Añado ahora éste: "Me parece que mis elecciones tienen que ver con las distintas tradiciones a las que he adherido, o a las experiencias que tuve, algunas de las cuales pueden haber tenido con el hecho de que sea una mujer, aunque no de una manera necesariamente determinante. Creo que es muy sofocante que te pidan que te adecúes al estereotipo, como cuando le piden a un escritor negro que exprese la conciencia negra o solo escriba sobre temas negros o refleje una sensibilidad cultural negra. No quiero que me encierren en un gueto, y tampoco los escritores negros".
Fue al leer estas obviedades cuando pensé en Naipaul, cuyas polémicas declaraciones sobre la literatura de mujeres resonaban aún en mi oído. Y volví a pensar en él cuando leí, en boca de Sontag, eso de que, en lugar de "tratar de fundar una cultura separada, las mujeres tienen que buscar el poder".
Puede resultar equívoco, pero no insensato, invocar el ejemplo de Naipaul en este contexto. En el peor de los casos, sirve para proyectar el debate de la presunta especificidad de la escritura femenina en un horizonte más amplio, que contribuye a relativizarlo y, al hacerlo, a cobrar conciencia de la peligrosidad de sus presupuestos, patente cuando se especula sobre la posible especificidad de la literatura escrita, pongamos por caso, por personas de color o, ya puestos a disparatar, por personas con discapacidad (dos expresiones significativamente codificadas por la corrección política).
Ya dije que mi tendencia instintiva se dirigía a suscribir, no sin argumentos, la especificidad de la escritura femenina. Y conté cómo, al transcribir unas frases de la escritora feminista Hélène Cixous que avalaban esta pretensión, experimenté un malestar que me movió a comprender mejor el rechazo de Sontag a sus palabras.
Escribir tentativamente sobre cuestiones que a uno le interesan, o le inquietan, o le irritan, contribuye a veces a clarificar las propias posiciones sobre esas mismas cuestiones, a menudo borrosas debido a no haberse visto en la necesidad de formularlas explícitamente. Ya se sabe que escribir es la mejor forma de pensar, así sea simples columnas periodísticas.
Leo estos días, por razones de trabajo, las cartas de Gertrudis Gómez de Avellaneda, varias de ellas relativas a sus aspiraciones a ocupar un sillón de la Real Academia Española y a las amargas consideraciones a que la empuja el hecho de que el argumento determinante para el rechazo de su candidatura sea su condición de mujer. Corre el año 1853, y falta aún más de un siglo para que la institución admita a Carmen Conde como primera académica de número, en 1978.
¿Y para qué va a querer una mujer ni nadie entrar en la Real Academia Española?, cabe preguntarse, pensando acaso en la conveniencia de idear y promover instituciones alternativas, menos plúmbeas y polvorientas. Pero esta es una pregunta que, como me decía una querida amiga, convendría posponer a la fecha en que en la Real Academia Española se sienten hombres y mujeres en número equivalente, eventualidad aún muy remota, dado que de momento sólo han entrado ocho.
Por poco excitante que a algunos nos resulte esta perspectiva, quizá sea la más adecuada para considerar la posibilidad de que la escritura de las mujeres reúna rasgos diferenciables de la de los hombres. Pero lo más probable es que para entonces la sola idea de hacer esa consideración resulte extraña, más que escandalosa. Y entretanto, ¿quién se acuerda de Gertrudis Gómez de Avellaneda?