Brod
Entre los muchos enigmas que no dejan de suscitar la personalidad y la obra de Kafka, uno de los más intrigantes, al menos para mí, es el de su amistad con Max Brod. En la monumental y extraordinaria (realmente extraordinaria, por solvente, por perspicaz y bien escrita) biografía de Kafka que publica estos días Acantilado, Reiner Stach, su autor, documenta al detalle dicha amistad, importantísima no sólo para la vida de Kafka, sino también, como es sabido, para la conservación y proyección póstuma de su legado, así como para la nada desdeñable reputación que el autor de La transformación alcanzó a acumular antes de su muerte. Es este último uno de los muchos aspectos en que la biografía de Stach resulta reveladora, por cuanto ilustra con detalle el relieve de esa reputación, mucho más notable de lo que suele estimarse.
Casi todos los retratos que nos han llegado de Max Brod son poco atrayentes. El que ofrece Stach es directamente desazonante. Se trató, al parecer, de un escritor mediocre pero ambicioso, hiperactivo, adulador, marrullero; también generoso, idealista, abnegado, genuinamente entusiasta, y de una casi conmovedora fatuidad. Tuvo la imprudencia de indisponerse con el temible Karl Kraus y recibió de su parte algunas zurras sonadas. La posteridad lo ha maltratado de mala manera, arrojando todo tipo de sombras y de sospechas (no pocas infundadas, casi todas injustas) sobre su administración del legado de Kafka y las tendenciosas interpretaciones que promovió de su obra. El lector acaso recuerde el rapapolvo que le propina Milan Kundera en uno de los ensayos recogidos en Los testamentos traicionados (Tusquets, 1994). Refuta allí Kundera, entre otras cosas, el empeño de Brod por consagrar a Kafka como una especie de santo laico, algo en lo que, me parece, no iba Brod tan desencaminado.
Como sea, lo que me resulta intrigante no es la amistad entre dos personas de temperamento y fuste tan diversos. Es sabido que los mecanismos y los circuitos de los afectos, ya sean amistosos o amorosos, son inescrutables. No, lo intrigante es que la devoción que Brod llegó a sentir por Kafka, la sincerísima y militante admiración que profesó por su obra, no repercutieran en absoluto en su propia escritura. El hecho de que uno pueda detectar y hasta calibrar la grandeza de un genio sin derivar de ese descubrimiento ningún aprendizaje.
Más esperable (por detestable que resulte) parece el caso que dramatizara con tanto acierto Peter Shaffer en su particular interpretación de las relaciones entre Mozart y Salieri, adaptada al cine por Milos Forman en una película justamente célebre. Amadeus (1984) contaba la historia del artista mediocre que acierta a percatarse del genio de otro, pero que, encastillándose en sus propias limitaciones, de ello sólo es capaz de derivar una resentida perplejidad y una envidia incontrolable.
El caso de Brod es mucho más enigmático. Desde un comienzo reconoce a Kafka y pone todo su empeño y su talento en abrirle camino, movilizando sus numerosos contactos con el fin de promoverlo, presentándolo a editores, prodigando alabanzas de su obra. Lo lee con fruición, lo apoya, lo asesora, lo estimula. En cierto modo, se convierte en el Juan Bautista de Kafka, pero un Juan Bautista que parece ignorarlo todo de la doctrina del maestro y no sigue en absoluto su camino.
Kafka y Brod hasta planearon en 1911 escribir juntos una novela, Richard y Samuel, de la que se conserva un primer capítulo. Acerca de éste Kafka le confesaría a Felice Bauer, años después, que le resultaba “absolutamente insoportable”.
La amistad y la devoción por Kafka no impedirían a Brod publicar, uno detrás de otro, títulos como Los sentimientos sublimes (1913), El camino hacia Dios de Tycho Brahe (1915), Vida con una diosa (1923), El reino mágico del amor (1928) o Juventud en la niebla (1959).
Su admiración, sin duda sincera y apasionada, fue impermeable a toda influencia, a toda lección, a todo provecho. Brod encarna así uno de los misterios de la literatura: el del lector fervoroso pero inmune a los efectos de la obra que venera. O peor aún: el del escritor daltónico, que aprecia lo que lee por los colores que confunde.