Ciudadanos ilustres
El tráiler oficial de la película, al menos el que se proyectó en las salas españolas, a punto estuvo de disuadirme de ir a ver El ciudadano ilustre, la exitosa comedia firmada por los argentinos Mariano Cohn y Gastón Duprat, realizada a partir de un guión de Andrés Duprat. Fue la fervorosa recomendación de un amigo lo que finalmente me animó a vencer mis reservas y arriesgarme. Desde aquí le doy las gracias. La película -muy aplaudida tanto por la crítica como por el público- me divirtió mucho, a pesar de que abusa en más de una ocasión de la sal gruesa. Entre las muchas reflexiones que propone -ninguna de manera demasiado sutil, pero siempre con agudeza-, la que más me interesa es la que apunta a eso que Rafael Sánchez Ferlosio denominó en una ocasión “el grotesco papelón del literato”, imbricada con una ácida parodia de los malentendidos de toda especie a que dicho papelón suele dar lugar.
El “ciudadano ilustre” del título es Daniel Mantovani, un escritor argentino instalado en Barcelona que ha sido laureado con el premio Nobel (galardón que, recuérdese, ningún escritor argentino ha recibido nunca). La película comienza con el discurso que Mantovani da en Suecia, en el acto de entrega del premio. Es un discurso improbablemente derrotista, que cuestiona la institución misma del premio, y que es acogido por el público presente con previsible consternación. A continuación se ve cómo, contra todo pronóstico, Mantovani acepta una invitación para visitar su pequeño pueblo natal, Salas, al que no ha querido regresar en cuarenta años pero en el que está ambientada toda su obra. Allí lo quieren nombrar ciudadano ilustre. La película relata los sucesos que se encadenan durante los pocos días que dura la visita, con su casi trágico desenlace.
El guión de Duprat apenas se sostendría sin la extraordinaria interpretación de Óscar Martínez (justamente premiado en Venecia con la Copa Volpi al mejor actor) y de todo el elenco de secundarios. Por otro lado, es el mismísimo Daniel Mantovani y no Duprat quien firma la novela titulada asimismo El ciudadano ilustre, publicada en España por Reservoir Books con toda clase de guiños que refuerzan la impostura (“El esperado regreso del gran autor argentino, Premio Nobel de Literatura”, se lee en la cubierta). No he leído la novela, que al parecer parafrasea punto por punto el guión, estructurado, como un libro, en capítulos; pero es difícil imaginar cuál puede ser su efecto sin el socorro de una puesta en escena tan cuidada como la del filme.
Voy por fin a lo que me importa: ese malentendido al que ya he aludido. No me refiero ahora al de la fama, sobre el que ya Borges discurrió afiladamente, sino más bien al que mueve a reconocer en un escritor a un representante de la colectividad susceptible de ser no sólo interpelado sino reclamado en cuanto tal. Y, más gravemente, a los malentendidos que suele suscitar la lectura de cualquier texto más o menos complejo, tanto más si en él concurren rasgos de una realidad que el lector puede reconocer como propia.
Algunas escenas de El ciudadano ilustre son, en este sentido, impagables. Como los abordajes que a Mantovani hace un tipo con aspecto de retrasado, que alega ser el hijo de uno de los personajes de sus novelas y lo invita perentoriamente a comer a su casa, con su familia.
Pero el malentendido sustancial sobre el que la película edifica toda su broma -y su juerga- es el que no cesa de producirse acerca del lugar que en la sociedad contemporánea ocupa la esfera cultural y, dentro de ésta, la literatura y, dentro de ésta, los escritores. El equívoco prestigio del que gozan estos últimos entre ciudadanos que poco o nada leen es explotado por Duprat con plausible lucidez para ofrecer una cáustica visión de la función casi exclusivamente ornamental que aquéllos suelen desempeñar con más o menos disimulada resignación, más o menos cínica connivencia, más o menos conmovedora fatuidad.
Que una película se plantee una cuestión de este tipo, y que lo haga con solvencia, y no sólo con humor, no deja de constituir toda una sorpresa.