En peligro
El año pasado, por estas mismas fechas, les hablaba desde aquí mismo de una de mis novelas favoritas de todos los tiempos: Huracán en Jamaica (1929), de Richard Hughes, que la editorial Alba acaba de reeditar en bolsillo. Si no la han leído ya, pese a mis encarecimientos, hagan el favor de leerla de una maldita vez este verano, me lo van a agradecer. Y por si ya la han leído, quiero aprovechar esta última columna del curso para recomendarles, también muy vivamente, la segunda novela de Hughes, En peligro (1938), publicada en español por Gatopardo pronto hará dos años (es decir, en septiembre de 2015).
Hay que ver qué excelente y delicioso catálogo está armando, muy discretamente, esta pequeña editorial, Gatopardo. Antes de escribir esta columna me he asomado a su página web y casi todos los libros que lleva publicados, en ediciones sencillas y elegantes, son de lo más apetecible. Su repercusión en la prensa, sin embargo, es muy escasa, de modo que me siento muy satisfecho de hacer desde aquí, con todo convencimiento, publicidad.
Pero vayamos al libro del que quiero hablarles. La misma editorial es responsable, me temo, de que los poquísimos comentarios alusivos a la misma se refieran a esta novela diciendo cosas como que se trata de “una historia de mar de corte conradiano” (José María Guelbenzu), o peor todavía: “una metáfora de la condición humana, que pone en juego los límites y capacidades de resistencia del individuo” (texto de la contra).
Qué malentendido. Porque sí, es cierto que En peligro novela con extraordinario vigor los apuros de un barco mercante que se ve envuelto en una especie de “tormenta perfecta”. Y sí, vale, Hughes -como ya ocurría en Huracán en Jamaica- revela un conocimiento del medio y también de la naturaleza humana comparables, cuando menos, a Conrad. Pero con eso no hemos hecho más que empezar. O más bien sólo llegamos a la mitad del libro. Porque, en medio de la tormenta, Hughes, el menos previsible de los novelistas, se desentiende de la dimensión épica de su relato y comienza a curiosear -con una simpatía bienhumorada, aunque nunca exenta de crueldad- en las mentes y en los sentimientos de la tripulación, incluidos los medrosos chinos que trabajan en las calderas, y la novela se convierte, de pronto, en un sorprendente surtidor de maravillas, con una desinhibición y una gracia por completo extrañas a Conrad, y únicamente concebibles en el marco de una literatura como fue la inglesa en las décadas centrales del siglo XX, cuando la solidez del público para el que se escribía, y el respeto y la complicidad tácitos entre éste y el autor, permitían al novelista una libertad de movimientos y un nivel de sobrentendidos que se traducían -incluso entre escritores, por así decirlo, “del montón”- en unas conductas narrativas que hoy se nos antojarían casi experimentales.
Qué cabeza la de Hughes. Qué inteligencia tan irreverente y original la suya. Cuánto me gustaría disponer de espacio para glosar aquí algunas de las reflexiones con que el insólito narrador de su novela acompaña a los personajes. Como cuando, en el capítulo 9, en medio del huracán, el jefe de máquinas, el señor MacDonald, recuerda a sus tres hijos, y le sale decirse a sí mismo, casi cabreado: “Valgo por diez de esos chavales”. Lo que da lugar a que el narrador comience a especular sobre la relación que cabe establecer entre el valor de un hombre y lo que cabe en su memoria, y a que -persuadido de que, en definitiva, “un hombre es la totalidad del contenido de su mente”- concluya que, por mucho que se suela lamentar menos, se pierde bastante más con la muerte de un anciano que con la de un niño: “Después de todo, ¿qué prefieres perder: una bolsa vacía o una que te has esforzado durante años en llenar?”.
El humorismo inglés elevado a categoría filosófica, casi inmune al pathos trágico, alcanza una de sus cimas en Richard Hughes (1900-1976), autor desentendido de toda ambición canónica, que cultivó sobre todo la literatura infantil. Leerlo es siempre una juerga y una sorpresa. No se lo pierdan.
De nada.