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Es bien conocida la lapidaria descripción que hizo Frank Zappa del periodismo musical: “Gente que no sabe escribir, entrevistando a gente que no sabe hablar, para gente que no sabe leer”. Creo recordar que Zappa se refería específicamente a los periodistas de rock, pero la frase es polivalente. Cabría emplearla, con más motivos todavía, en relación al periodismo deportivo. Y por supuesto al cultural, en todas sus variantes.
Hecha la broma, sin embargo, las cosas parecen lejos de seguir siendo lo mismo que por la época en que Zappa dijo o escribió estas palabras. Por entonces, las tribus del rock apenas contaban con unos pocos viejos entre sus filas (menos aún entre sus líderes), y en cualquier caso la suya era todavía una lengua bárbara, un idioma de la frontera, casi un argot que daba la espalda deliberadamente al mundo de la alta cultura y sus maneras.
De modo que alguien como Zappa, por no decir el mismo Zappa, podría haber replicado a la chistosa ocurrencia: “Pues claro. ¿Y cómo podía ser de otro modo? Pues no se trata propiamente de escribir, ni de hablar, ni de leer: se trata de la música, ¡del rock!, y de que nos entendamos quienes compartimos nuestra afición por él”.
A lo mejor el problema, llegados aquí, es que todos quieren escribir bien, a todos les da por hablar más de la cuenta, y el público ya no se conforma con las cuatro o cinco cosas que le bastaba saber.
En lo que respecta al rock no sé, pero por lo que toca al periodismo deportivo el preciosismo y la cursilería no dejan de superar a cada nueva entrega las cotas alcanzadas el día anterior, mientras jugadores y entrenadores son llamados una jornada tras otra a repetir con ínfulas crecientes las mismas obviedades.
Paradójicamente, el campo donde las facultades de escribir, hablar y leer se daban más por supuestas, es decir, el del periodismo literario, es el que en la actualidad se va acercando más a la descripción de Zappa. Una de las estrategias del antiintelectualismo rampante consiste en mimetizar -cuando ya nadie se los tomaba en serio- el primitivismo y el desparpajo de las viejas jergas rockeras. Aupada al auge de la literatura para no-lectores (el contrapolo de la otra tendencia hegemónica: la de la literatura destinada a lectores a los que les gusta que les guste leer), cunde una nueva tipología de jóvenes contraculturales, siempre rodeados de libros, frecuentadores -cuando no organizadores- de festivales literarios, a quienes aterra la sola posibilidad de parecer solemnes o sesudos. Para evitarlo a toda costa, intensifican los ademanes infantiloides, alardean de gamberrismo y extreman las señas de colegueo. Los libros molan, ojo, pero nada de sufrir leyéndolos (entendiendo por sufrir esa manera que tienen de fruncir el entrecejo cuando les cuesta entender algo). Ante todo, a divertirse. Y ser auténticos, aun cuando ello entrañe ser unos auténticos cretinos (¡y cretinas!), como tantas veces corroboran las cosas que escriben estos adalides del hedonismo comercial.
Está el padre de familia que, visitando una exposición, se topa con un cuadro de Mondrian o de Joan Miró, y exclama, confundido, aquello de “¡Pero si esto lo puede hacer mi hijo!”. Y luego está el hijo de ese mismo padre de familia que, ya crecido, se topa con los mismos cuadros y proclama desdeñoso: “Esto no lo entiende nadie. ¡Es un latazo!”. Lo que diferencia al padre y al hijo es sólo el grado de soberbia en la ostentación de su propia ignorancia.
Al irreversible ocaso de la cultura canónica corresponde el incremento galopante del populismo cultural, infinitamente más locuaz. Todos escriben, todos hablan, todos leen. Puede que los profesores sean unos plastas, nadie dice que no, pero oír a toda la clase expresando sus opiniones casi nunca es la mejor alternativa.
Me entero de que Nick Cave ha anunciado que, en su próxima gira, al terminar los conciertos cederá la palabra al público para que le pregunte cualquier cosa. ¿Se imaginan? Por si no era suficiente con las parrafadas que algunos artistas sueltan entre canción y canción, apenas terminado el concierto… ¡foro!
Al final añoraremos los tiempos en que no hacía falta decir ni mú.