Documentos de silencio
Puede que –al menos por lo que toca a la franja cada vez más exigua de los aficionados a la lectura– esté cerca el momento en el que, al referirse a Elizabeth Taylor, la escritora, no haga falta la aclaración.
Lo que vengo a decir es que, conforme el tiempo pasa y el crédito literario de Elizabeth Taylor, la escritora, aumenta –según parece indicar la reciente recuperación de varios de sus títulos en editoriales como Gatopardo, Ático de los Libros o La Bestia Equilátera–, es cada vez más frecuente que su mención no sea interferida por el recuerdo, entretanto crecientemente fosilizado, de Elizabeth Taylor, la estrella de cine.
Reconforta pensarlo, cuando menos, dado el relativo infortunio que para Elizabeth Taylor, la escritora, supuso el que su emergencia como novelista, a mediados de los cuarenta, coincidiera con la de Elizabeth Taylor como actriz. Ella misma, al parecer, ironizaba con finura sobre las confusiones a que ello daba lugar: "Recibo cartas de hombres que me piden una fotografía en bikini. Mi marido cree que debería mandársela y dejarlos anonadados, sólo que no tengo bikini".
Cita estas palabras Clara Pastor, la editora de Elba, en el ajustado e iluminador prólogo que antepone a la edición de El orden equivocado y otros cuentos, volumen que reúne, en impecable traducción de Socorro Giménez, cerca de una tercera parte de los más de sesenta relatos breves que llegó a escribir Elizabeth Taylor. Una muestra más que suficiente para calibrar el encanto, la sutileza y la discreta ironía que caracterizan a esta autora, que aquí se revela como toda una maestra del género.
Elizabeth Taylor pertenece a una apabullante promoción de narradoras que desarrollaron un verdadero virtuosismo. Basta leer sus cuentos para constatarlo
Pocas recomendaciones más oportunas que la de este libro en vísperas de las vacaciones, dado que, además de la variada gama de situaciones que despliega con circunspecta elegancia, los escenarios en que se desarrollan buena parte de las piezas seleccionadas son casas de campo o vecinas al mar, hoteles, residencias, jardines. Un aire amable y vagamente veraniego, inequívocamente inglés, recorre estas páginas.
Elizabeth Taylor falleció en 1975, a los 63 años de edad. Subrayo este dato porque no deja de sorprenderme que una mujer que no alcanzó, ni mucho menos, la ancianidad, tuviera una comprensión tan certera y delicada de la misma. El hotel de Mrs. Palfrey, la última novela que Taylor publicó en vida (y que en 1986 tradujo Clara Janés para Bruguera, sin que desde entonces a nadie se le haya ocurrido recuperarla, al menos de momento), quizás sea el mejor libro que he leído nunca sobre el siempre instructivo y cada vez más concurrido tema de la senectud. Pues bien, entre los relatos recogidos en el volumen de Elba, se cuentan varios protagonizados por ancianos, y en todos brilla muy particularmente ese modo piadoso pero en absoluto condescendiente en que Taylor los observa.
Por lo demás, los cuentos de Taylor corroboran lo que se desprende ya de sus novelas: que, competente heredera y administradora de la admirable tradición inglesa, su arte narrativo –sólo susceptible de ser tachado de epigonal por quienes asumen una concepción agónica de la historia literaria– explora con exquisito pulso las zonas de silencio en que se suelen dirimir tantas tensiones y conflictos menores que genera la convivencia humana.
Alguna vez he sugerido que lo que se entiende por "novela burguesa" fue un género del silencio, por decirlo de un modo sospechosamente estentóreo. Me refiero con ello a que, armada del cada vez más refinado instrumental que le procuró la psicología, la novela decimonónica se adiestró hasta extremos asombrosos (baste pensar en el ejemplo insuperable de Henry James) en la tarea de verbalizar todo cuanto la pacatería y la moral burguesas, sin duda, pero también la buena educación y una estricta noción tanto de la privacidad como de la intimidad, reprimía y silenciaba, a menudo a fuerza de hipocresía. En el marco de la cultura burguesa, fueron las mujeres, forzosamente, quienes más cultivaron y padecieron esta “cultura de lo tácito”, razón por la que no es de extrañar que ellas mismas, dadas las condiciones, exhibieran una particular aptitud para radiografiarla. Elizabeth Taylor pertenece a una apabullante promoción de narradoras que desarrollaron un verdadero virtuosismo en esta tarea. Basta leer sus cuentos para constatarlo.