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Entre dos aguas por José Manuel Sánchez Ron

La ecuación del verano

José Manuel Sánchez Ron nos da algunos consejos sobre piscinas y lecturas científicas apropiadas para la canícula

29 julio, 2019 10:21

Todo lo que hacemos, lo que pensamos y sentimos, así como lo que nos rodea, tiene una base científica, aunque en no pocos casos aún no seamos capaces de entenderlo. Ahora que estamos en verano y muchos empezarán pronto –o habrán comenzado ya– sus vacaciones, somos especialmente conscientes de que cada estación astronómico-meteorológica posee sus propias peculiaridades. La más pronunciada de todas ellas, lo que las distingue, es la posición del eje de la Tierra (que está siempre inclinado en la misma dirección con respecto al plano de la órbita de la Tierra en torno al Sol), de manera que es verano en el hemisferio norte cuando el Polo Norte se halla más cercano al Sol, lo que implica que el Polo Sur está más alejado, y por eso allí es invierno.

Pero esto es bien sabido, así que en este último artículo, antes del receso veraniego de agosto, me voy a permitir señalar aspectos científicos de otras cuestiones relevantes al estío, no sin antes mencionar que creo que deberíamos ir acostumbrándonos a olas de calor tan prolongadas y tempranas como las que estamos padeciendo últimamente en España y en otros países europeos. Ahora bien, al contrario que el movimiento de los cuerpos celestes, que se pueden predecir, la casuística de tales olas no obedecerá a ciclos constantes, aunque sí que serán mucho más frecuentes. (No olvidemos que el clima es el resultado de un conjunto de procesos no lineales con propiedades caóticas y emergentes). Tomen nota quienes todavía dudan del cambio climático.

“Verano igual a calor”, es una ecuación que los humanos nos esforzamos, estamos forzados, a combatir. Los humanos y muchos animales. Los tucanes, por ejemplo, lo hacen aumentando el flujo de sangre hacia sus grandes picos. Nosotros, además de los mecanismos fisiológicos que poseemos, como la sudoración, utilizamos diversos medios externos. Desde hace tiempo, probablemente el más deseado sea el de los sistemas de aire acondicionado. El origen de esta tecnología se remonta a principios del siglo XX, cuando la gran humedad reinante en la ciudad de Nueva York amenazó el negocio de una empresa litográfica de Brooklyn, Sackett-Wilhelms, una parte de cuyo trabajo era la impresión de alta calidad en color. Después de dos veranos en los que las temperaturas fueron mucho más altas de lo normal, la firma se vio obligada a interrumpir ese proceso porque la impresión resultaba defectuosa al dilatarse o contraerse el papel en función de las condiciones ambientales. Hizo entonces lo que todos deberíamos hacer cuando nos encontramos con un problema: buscar remedio.

Y descubrió que podía ayudarle una industria que se dedicaba a sistemas de calefacción. En ella trabajaba Willis Carrier, que se había graduado en 1901 en ingeniería eléctrica por la Universidad de Cornell, y que creó un sistema de enfriamiento bastante rudimentario para reducir la humedad alrededor de las impresoras: utilizaba un ventilador industrial que dirigía el aire hacia unos serpentines (tubos habitualmente en forma de espiral) llenos de agua fría. El resultado era que el exceso de humedad se condensaba en las bobinas de los serpentines produciendo aire frío. Este método era, como digo, muy rudimentario y no tenía en cuenta ideas anteriores. Ideas como las que defendió un médico y químico que profesaba en la Universidad de Glasgow, William Cullen (1710-1790), quien se dio cuenta de que al evaporar un líquido en un vacío se producía un descenso de temperatura. Expresado en términos de física, este efecto se debe a que el cambio de estado de líquido a vapor requiere calor, que se puede extraer del ambiente, lo que origina una caída de temperatura.

Cuando el orín humano se mezcla con el cloro de las piscinas se produce cloruro cianógeno, clasificado como agente de guerra química

Experimentamos este efecto con el sudor corporal, que cuando se evapora produce en la piel una sensación de frío. No es, sin embargo, la tecnología de las máquinas de aire acondicionado de lo que deseo tratar, sino de cómo su uso se ha extendido por el mundo, especialmente en Estados Unidos, donde, según las estadísticas, entre el 75 y el 90 % de los hogares las tienen (el primer aparato de aire acondicionado doméstico se instaló en 1914 en una casa de Minneapolis; el diseño se debió a Carrier, que había continuado desarrollando la tecnología). De hecho, en Estados Unidos, los aparatos de aire acondicionado consumen más energía que los del resto de todas las naciones del mundo: en 2016, se utilizaron 616 teravatios-hora (TW-h; un teravatio es igual a un billón de vatios) de electricidad para el funcionamiento de esos aparatos, mientras que en la Unión Europea, con una población vez y media superior a la estadounidense, el consumo fue de 152 TW-h. Y en la India, cuya población es cuatro veces superior y la temperatura media más elevada que la norteamericana, el consumo fue de 91 TW-h.

Quiero hacer hincapié en que no existen “agujeros energéticos” en la naturaleza; en otras palabras y como todos sabemos (cuando, por ejemplo, pasamos por delante del extractor de un aparato de aire acondicionado), el frío del que disfrutamos en el interior de casas o comercios, es calor para el exterior, un efecto de “pescadilla que se muerde la cola” que no hace sino empeorar la habitabilidad de las grandes ciudades.

Espero que no consideren de mal gusto otro ejemplo, y consejo, con el que voy a terminar (no deberían, porque esto también forma parte de la vida). El orín humano contiene ácido úrico, y cuando éste se mezcla con el cloro del agua de las piscinas produce un compuesto químico, llamado cloruro de cianógeno, muy poco recomendable: actúa como gas lacrimógeno y por ello se le clasifica como agente de guerra química. Afortunadamente, requeriría mucho cloro (mucho más del que se permite en las piscinas) y mucha orina para alcanzar los niveles dañinos del cloruro de cianógeno. Aun así, la mezcla de orina y cloro produce otros químicos que en pequeñas cantidades pueden irritar las vías respiratorias. No tengo que decirles cuál es mi recomendación.

Dicho todo esto, que ustedes, amigos lectores, pasen un buen verano. Y como son lectores, pues lean. Aquí van tres sugerencias: Abrir en caso de apocalipsis (Debate), de Lewis Dartnell, y dos que pueden ser útiles en esta fechas: Lo que las plantas saben (Ariel) de Daniel Chamovitz y El mar que nos rodea (Crítica), de mi admirada Rachel Carson.

Dicho lo cual, que ustedes disfruten de sus vacaciones (si las tienen, por supuesto).