Verse mucho
Dos semanas atrás, en esta misma revista, Andrés Seoane reseñó Encuentro creativos (Cátedra), libro en el que la historiadora del arte Mary Ann Caws evoca una larga lista de lugares –salones y casas particulares, barrios, escuelas, academias, cafés, colonias de artistas– en que se fraguaron algunos de los más influyentes movimientos de la modernidad.
Ni he visto ni he leído, de momento, este libro, así que me atengo al comentario de Seoane, que empezaba por cuestionar el mito del genio solitario que, en la soledad de su estudio o de su taller, concibe y da a luz la obra portentosa llamada a trastornarlo todo.
Sin descartar que pueda ser así, lo más corriente es que la chispa creadora surja del intercambio colectivo, de la conversación, de las tertulias, de las facciones, de los lazos de amistad y las militancias compartidas. El genio de la época rara vez es un fenómeno individual, sino consecuencia de un cultivo en el que convergen un montón de aspiraciones y de influencias mutuas, de tensiones de todo género, de sutiles transfusiones de talento y de sumas de hallazgos que finalmente dan lugar al salto cualitativo. La historia del arte, de la literatura e incluso del pensamiento occidental, desde el siglo XVIII en adelante (y aun antes), lo demuestra de manera reiterada y concluyente.
La edad de oro de los intelectuales, el intenso periodo que en Europa precede a la Segunda Guerra Mundial y se prolonga después de concluida esta, hasta la década de los 60, ofrece un ejemplo particularmente significativo al respecto. En su ya viejo pero espléndido panorama de esta época (La Rive Gauche. Intelectuales y política en París: 1935-1950, Tusquets), escribe Robert Lottman: “Al observar desde tan lejos la fermentación de los años 30, impresiona el hecho de que se tratara de un esfuerzo colectivo, resultado de reuniones ya fuesen informales y restringidas, ya fuesen amplias y públicas”.
Lottman reconstruye de forma trepidante el ambiente de aquellos años, y con admirable pulso da cuenta de su apretado tejido de complicidades y enemistades, de conspiraciones y entusiasmos, de adhesiones y resistencias. Al evocar mucho después aquel tiempo, Clara Malraux empleó una fórmula estupenda: “La revolución era verse mucho”. Palabras no tan frívolas como puedan parecer en un primer momento, por cuanto vienen a sugerir que el poder transformador de las ideas –pertenezcan estas al orden que sea– obra principalmente por contagio, y que éste se produce en condiciones de proximidad física, de intercambio no sólo verbal sino también visual, gestual e incluso carnal, en un ambiente en el que las afinidades y simpatías, las seducciones y las sinergias, intensifican el potencial fecundador de aquéllas.
Dado que no soy usuario de las redes sociales, no soy capaz de evaluar, ni siquiera tentativamente, hasta qué punto éstas cumplen una función equiparable o simplemente comparable a la que en su momento desempeñaron esos “lugares de reunión” que Caws recorre en su libro. Sospecho que, en el mejor de los casos, su estructura rizomática promueve fórmulas de creación y de transmisión específicas, susceptibles de dinámicas muy distintas a las que en el pasado dieron
lugar a lo que, en un sentido a la vez amplio y estricto, cabe entender por “revoluciones”.
Así y todo, me pregunto hasta qué punto el confinamiento de los cuerpos provocado por la pandemia no ha operado a este respecto en un sentido netamente restrictivo –por no decir represivo– del potencial imaginativo, creativo, subversivo, transformador que tiene toda comunidad en la plenitud de sus facultades.
También a mí, la noche del pasado sábado 8 de mayo, me irritaron en un primer reflejo los petardos, bocinazos y gritos con que multitudes de jóvenes y no tan jóvenes celebraron el final del estado de alarma. Una vez más, se impuso mediáticamente el enojoso efecto de “rebelión controlada” que parecen compartir, de un tiempo a esta parte, las contestaciones al poder. Pero quiero pensar que la ocasión daba para celebrar la perspectiva de que se reabran espacios que no son sólo de ocio, sino también de incubación y contacto de las ideas, las actitudes, las corrientes, los movimientos, las obras destinadas a transformar una sociedad que entretanto ha mostrado su aspecto más oscuro y deprimente.