Suministradores
Las pequeñas editoriales no apelan tanto al mercado como a una pequeña comunidad de la que se sienten agentes y partícipes
12 julio, 2021 09:54Recordaba en mi anterior columna a Auguste Poulet Malassis, el editor de Las flores del mal, paradigma de editor abnegado y entusiasta, capaz de arriesgarlo todo por promover la obra y el autor a los que admira. Su relación con Baudelaire brinda un emocionante testimonio de incondicionalidad, en el que amistad y clarividencia se potencian mutuamente. Admitió sin resentimiento que, hacia el final de su vida, Baudelaire quisiera confiar a Michel Lévy, uno de los editores hegemónicos de la época, la publicación de sus Obras completas. Y a la muerte del poeta, él mismo, haciendo de tripas corazón, empleó todos los medios a su alcance para que esa voluntad se cumpliera. Y eso que su opinión sobre Lévy no era precisamente buena, y tuvo que aguantar que éste se negara en redondo a concederle ninguna compensación.
Como escriben Claude Pichois y Jean Ziegler hacia el final de su monumental biografía de Baudelaire (publicada originalmente en 1987 y editada en español por Edición Alfons el Magnánim, en 1989), “no podemos dejar de recordar que muchísimos pequeños editores descubrieron a muchísimos grandes escritores, y se vieron privados luego –o por fin– de su descubrimiento, a menudo en interés del autor que habían descubierto. Las dos ediciones fiables de Las flores del mal aparecieron en la editorial de Poulet-Malassis. Nadie podrá negar que la obra maestra de la poesía francesa moderna nació en la casa de un editor por todos los conceptos revolucionario, quebrado, exiliado, pobre y noble; noble hasta el extremo de regalarle como limosna a Michel Lévy los derechos que tenía sobre parte de la obra de Baudelaire. Cuando Baudelaire señalaba a Lévy como editor de sus obras, obraba a favor de su obra: Malassis se conformó con ese deseo, que manaba del egoísmo sagrado del artista, que no tiene en cuenta –no debe sin duda tener en cuenta– la gratitud o, en su doble sentido, el reconocimiento”.
Las pequeñas editoriales no apelan tanto al mercado como a una pequeña comunidad de la que se sienten agentes y partícipes
Aunque algo subidas de tono, estas palabras inciden resueltamente en lo que no deja de constituir una realidad sangrante del campo editorial (como de otros muchos): la dinámica, tan penosa como comprensible, que hace que los pequeños editores sean frecuentemente “traicionados” por los mismos autores que dieron a conocer. Cuando tienen la oportunidad, éstos no tardan en pasarse con armas y bagajes –y qué otra cosa cabe esperar– a la editorial que no sólo les ofrece más dinero, sino también más recursos para divulgar su obra y procurarle notoriedad. Apenas unas pocas y admirables excepciones contradicen esta dinámica que muchos traducen incorrectamente en términos de “saqueo” de los pequeños editores por parte de los grandes.
El caso de Poulet-Malassis (a quien el mismo Claude Pichois dedicó un libro notable: Auguste Poulet-Malassis. L’éditeur de Baudelaire, Fayard, 1996) invita a considerar las cosas desde un punto de vista menos dramático. Y no pienso ahora en ese “egoísmo sagrado” al que Pichois y Ziegler aluden pomposamente. Pienso más bien en el editor que, aceptando –y qué remedio queda– las reglas del juego, dimensiona adecuadamente su “inversión” y no especula con un pelotazo.
En la España del tardofranquismo emergieron un puñado de pequeñas editoriales “de vanguardia” –el de Anagrama es el ejemplo más destacable– que en relativamente poco tiempo adquirieron, ya en la democracia, una posición muy eminente. Por distintas razones, casi todas han quedado finalmente absorbidas por grandes grupos que las codiciaban. Este fenómeno relativamente singular sentó un precedente pernicioso para muchas pequeñas editoriales que siguieron sus pasos. Pareciera que el objetivo consistía en acertar con la fórmula que repitiera el éxito que había coronado la andadura “heroica” de aquellos sellos emblemáticos.
En la actualidad, sin embargo, la nueva flora editorial –y a esto apuntaba en mi anterior columna– parece conformarse con la escala reducida en la que opera. No pretendo decir que las pequeñas editoriales que no cesan de proliferar no aspiren ellas misma al éxito de su labor, sino que ese éxito no está asociado tanto a una perspectiva de crecimiento como a una expectativa de consolidación. No apelan tanto al mercado, en términos generales, como a una pequeña comunidad de la que ellos mismos se sienten agentes y partícipes, y para la que cumplen la autoimpuesta función de suministrarle según qué lecturas