Me entero de que un reciente estudio de la plataforma Deezer viene a concluir que la mayor parte de los aficionados deja de consumir música nueva hacia los treinta años. Lo mismo concluía un estudio algo anterior que en su momento obtuvo una amplia resonancia y que fue publicado en 2015 en la web Skynet & Ebert, bajo el título Music was better back then (“La música era mejor antes”): al parecer, pasados los treinta años se tiende a escuchar música ya conocida, con muy poco margen para los descubrimientos. Según Adam Read, editor musical de Deezer, una de las causas de esto podría ser el exceso de oferta: “Con tanta música brillante por ahí, es fácil sentirse abrumado”, dice. Pero otro estudio de la revista de psicología Memory & Cognition sugiere que la razón es más bien que el consumidor permanece anclado emocionalmente a la música que descubrió durante su adolescencia y primera juventud, una etapa de la vida comúnmente idealizada por la memoria. Por su parte, Frank T. McAndrew y Cornelia H. Dudley, profesores de psicología del Knox College, en Estados Unidos, apuntaban razones biológicas: la capacidad del cerebro para hacer distinciones sutiles entre acordes, ritmos y melodías empeora con la edad, con lo que, a partir de la treintena, mucha música nos empieza a “sonar igual”, o simplemente a no sonar.
A cualquiera se le antoja un disparate pretender que hacia los treinta años uno deja de interesarse por libros y autores nuevos, repitiendo lecturas
La base científica de todos estos estudios es bastante cuestionable, pero traerlos a colación me sirve para compartir la pregunta que me hice cuando leí sus titulares: ¿Y por lo que toca a la lectura? ¿Cabe pensar en una ancladura semejante de los lectores en los gustos adquiridos durante la adolescencia y juventud?
El primer reflejo no deja lugar a dudas: a cualquiera se le antoja un disparate pretender que hacia los treinta años uno deja de interesarse por libros y autores nuevos, repitiendo lecturas hechas con anterioridad. Aun si elevamos el listón de la edad y pensamos en lectores de cuarenta, de cincuenta años, cuesta pensar que eso pueda llegar a ocurrir. Y sin embargo no dejan de oírse, por parte de unos y otros, persuasivos encomios de la relectura. No hace mucho que yo mismo les hablaba con entusiasmo del último libro de Vivian Gornick, Cuentas pendientes (Sexto Piso), que lleva por subtítulo Reflexiones de una lectora reincidente, y que constituye una magnífica escenificación de los aprendizajes que depara retomar lecturas del pasado.
Claro que la experiencia de la relectura tiene muy poco que ver con la que entraña escuchar de nuevo la música oída en el pasado. Las diferencias entre una y otra experiencia invitan a abismales consideraciones sobre la naturaleza de un arte y otro, sobre los muy diferentes dispositivos sensoriales, emocionales e intelectuales que ponen en marcha. Se trata, según todos los indicios, de una cuestión de complejidad. De la complejidad mucho mayor que a todos los efectos supone la lectura, así sea de un pésimo libro.
Por otro lado, ¿cabe atribuir a la edad limitaciones en la receptividad que un lector cualquiera tiene para libros escritos con lenguajes y estilos que ya no se corresponden con los de su propio estrato generacional o con los de la tradición que le es familiar? He aquí algo que merecería cierta reflexión. Como la merece a su vez, por sus implicaciones, otra pregunta: las conclusiones de los estudios mencionados, ¿tienen validez más allá de lo que toca al consumo de la música pop? ¿Son extensibles a la música “culta”?
Volviendo a la literatura, ahí están los lectores de género, que leen casi en exclusiva novela negra, o histórica, o ciencia ficción, pongo por caso. Por no hablar de los fans de determinados autores. Puede que no sea tan raro el lector más o menos atrapado en su propio bucle libresco.
¿Existirán estudios comparables a los citados, sobre los hábitos de lectura asociados a la edad?
Quizá nos lleváramos más de una sorpresa.