Dado que me dedico a la edición de libros, y dado que entre mis trabajos se ha contado –y se sigue contando a menudo– el de la corrección de los textos de que me ocupo, recibí con sorpresa, primero, y enseguida con asentimiento una insólita propuesta que, de manera inopinada, hace André Gide en su Diario, en la entrada correspondiente al 4 de julio de 1941. Se lee allí:
“Propongo esta reforma, en la que solo veo ventajas. No se trata de suprimir completamente los dictados, que pueden acostumbrar al niño a sonorizar la escritura, sino de reemplazarlos a veces por correcciones de pruebas en vistas a enseñarles ortografía. El trabajo del profesor se vería extraordinariamente simplificado, y despertaría en el niño un interés muy vivo. No estaría mal establecer el texto de unas galeradas con determinado número de errores que el profesor conocería. A cada alumno se le entregaría un ejemplar. Habría… digamos que doce erratas de imprenta a corregir. La evaluación sería fácil, y la emulación, más precisa, porque el mejor alumno sería el que detectase las doce. Este método, además, tendría la ventaja de enseñar a los alumnos el procedimiento de corrección de pruebas, lo que, más adelante, a algunos podría serles de utilidad; pero sobre todo los haría desconfiar de la autoridad de lo impreso, que suele imponerse demasiado a menudo”.
No se trata de desautorizar las reglas ortográficas, ni mucho menos la gramática misma, sino de insuflar en el propio niño la autoridad que transmite su recto empleo
Planteada con esa mezcla de candidez y perspicacia tan propia de este autor, la propuesta de Gide merece consideración, así hayan pasado más de ochenta años desde que la formuló. Tanto más en cuanto la práctica del dictado sigue siendo común en las escuelas, por mucho que entretanto la relación del niño –¡y de los adultos!– tanto con la escritura propia como con la impresa se haya visto sustancialmente alterada por los procesadores de texto y la telefonía inteligente.
La práctica tradicional del dictado tiende a focalizar la atención en la competencia propia, personal, del niño, promoviendo una relación intimidada y culposa en relación a una abstracta norma ortográfica y gramatical que sólo parece encarnarse con autoridad en la letra impresa.
Habituarse desde niño a “corregir” pruebas de textos ya compuestos para su eventual publicación o, por qué no –y dado el calamitoso desaliño de según qué ediciones–, páginas reales de libros ya publicados, sin duda contribuiría, como bien sugiere Gide, a desconfiar de dicha autoridad, y con ello a potenciar quizá el desarrollo del sentido crítico.
Entendámonos: no se trata de desautorizar las reglas ortográficas, ni mucho menos la gramática misma, sino de insuflar en el propio niño, como conocedor y usuario de ellas, la autoridad que transmite su recto empleo.
Por lo demás, y en otro orden de cosas, hace ya varias décadas que la corriente de lo que se llama New Bibliography nos viene enseñando “a ver todo libro impreso como un producto social, el resultado de la colaboración entre escritores, artesanos y emprendedores, y a investigar los rastros dejados por todas las partes involucradas en estas transacciones”.
Tomo estas palabras de la introducción del historiador estadounidense Anthony Grafton a su libro La cultura de la corrección de textos en el Renacimiento europeo (2014), publicado por la editorial argentina Ampersand en el marco de su muy recomendable colección “Scripta Manent”, que dirige Antonio Castillo Gómez, y que está dedicada a “obras fundamentales en el ámbito de la historia social de la cultura escrita”.
El de Grafton es un trabajo entretenidísimo y altamente instructivo, que ayuda a cobrar conciencia de la enorme falibilidad de los textos impresos, fuente, todavía hoy, de toda clase de errores y disparates de la que todos somos a menudo ignorantes, confiados y respetuosos herederos.