Hace ya mucho que aproveché una de estas columnas para protestar contra la tendencia creciente a omitir, en la noticia biográfica que sobre el autor suelen incluir las cubiertas de los libros, la fecha de su nacimiento. Desde entonces, esa tendencia no ha hecho más que incrementarse, en lo que se me antoja un gesto de coquetería que tiene por efecto escatimar un dato que en ocasiones puede ser determinante a la hora de escoger una lectura.
“Si yo fuera editor, haría constar en las cubiertas de los libros no solo los nombres de los autores sino también la edad exacta que tenían al escribirlos, para que sus lectores pudieran decidir si les interesa tener en cuenta el contenido o el punto de vista de un libro escrito por un autor mucho más joven o mucho mayor que ellos.”
Me sentí muy reconfortado, hace unos días, al leer estas palabras en el texto de una conferencia que dio Joseph Brodsky en la inauguración de la Feria del Libro de Turín en mayo de 1988.
La conferencia se titula "Cómo leer un libro”, y está recogida en El dolor y la razón (Destino), volumen en el que, poco antes de morir, el propio Brodsky reunió sus últimos artículos, ensayos e intervenciones públicas.
Para Brodsky, “el valor de una idea se halla en relación con el contexto del que brota”. En su conferencia, él mismo predicaba con el ejemplo, y antes de hacer sus propias recomendaciones acerca de cómo leer un libro, trazaba un humorístico perfil de su personalidad, retratándose a sí mismo como “una de esas personas que se sienten incómodas en reuniones multitudinarias, que no bailan en las fiestas, que tienden a encontrar justificaciones metafísicas para el adulterio y se muestran reacias a hablar de política”.
No me nieguen que la fecha de nacimiento aporta una información mucho más objetiva que la de la expresión más o menos idiota que a uno se le pone frente a la cámara
Por supuesto que no es exigible que un escritor exhiba sus credenciales con semejante grado de sinceridad, pero sí al menos que nos diga en qué año nació, por mucho que —como tan a menudo ocurre— adjunte luego una fotografía tomada vaya uno a saber cuántos años antes de la publicación del libro en cuestión.
Esto de las fotografías de los autores en las solapas de los libros también tiene su coña, ya puestos. Las hay que no tienen desperdicio. Muchas de ellas aportan no poca información acerca de la imagen que el escritor o la escritora pretende proyectar.
Hablando de fotografías, me temo que esta columna va acompañada de una mía. Le pedí a mi hermana Carmen, buena fotógrafa, que me la sacara para sustituir la que —sin yo quererlo— llevaba ya demasiados años engañando a los lectores con mi aspecto a los cuarenta y pocos años de edad.
Durante mucho tiempo pensé que iba a poder resistirme a que mis columnas fueran acompañadas de una fotografía, al menos en la edición impresa de esta revista. Pero finalmente, con el nuevo diseño, hube de doblegarme, qué remedio. Tampoco se trataba de hacerse el Pynchon, a estas alturas. Pero conste aquí mi inveterado repudio a esta ya convencional asociación entre firma y fotografía.
Admito, muy a mi pesar, que la cara del arriba firmante pueda brindar alguna pista acerca del interés o del valor de lo que uno diga. Pero no me nieguen que la fecha de nacimiento aporta una información mucho más objetiva —y también más orientativa, al menos a según qué efectos— que la de la expresión más o menos idiota que a uno se le pone frente a la cámara.
Propongo que, como en algunas tiendas o colmados (“Casa fundada en 1960”), en lugar de la foto del columnista se ponga en adelante, bajo su firma: “Nacido en 1960”. Y así todo. Por mi parte, me resignaré a que me digan: “OK, boomer”.