Permítanme una confidencia. Verán, llevo más de catorce años escribiendo regularmente esta columna. A estas alturas habré escrito más de seiscientas. Así las cosas, me ocurre alguna vez que, a la hora de escribirlas, me vengan ideas que solo después de un rato de darles vueltas me percato de que ya han sido objeto por mi parte de comentario o de reflexión, de abordajes previos.

Me sobreviene entonces el comprensible temor a estarme repitiendo. Temor alarmante, dado que esto de repetirse suele ser tomado por indicio inequívoco de estar uno convirtiéndose en un pelmazo, o de mostrar síntomas de senilidad.
Días atrás, sin embargo, viéndome en dicha circunstancia —la de estar dando vueltas a una ocurrencia de la que descubro de pronto que ya me he ocupado alguna vez—, me reproché la soberbia implícita en la sola presunción de que alguien se acuerde de lo que uno pueda haber dicho años atrás en una columna cualquiera.

Lo que vengo a decir es que esto de repetirse bien podría ser tomado, según cómo, por un gesto de humildad: el de quien asume que nada de lo que dice es susceptible de dejar en quien lo lee una huella lo suficientemente profunda como para ser recordado transcurrido un cierto tiempo.

[Ramón de la Serna, un intelectual fuera de lo común]

Nadie que haya alcanzado cierta edad ignora la velocidad a la que se olvida todo, razón de la recurrencia con que determinados asuntos, determinadas modas, regresan una y otra vez. El periódico constituye el paradigma de esta incesante repetición de lo mismo: nada hay más repetitivo que la actualidad, nada más olvidadizo que la atención distraída con que hojeamos el diario. Los viejos periodistas eran bien conscientes de esto. 

Recuerdo haber editado hace ya mucho —con enorme goce, por cierto a autores como Ramón Gómez de la Serna o Álvaro Cunqueiro, que a lo largo de su vida escribieron centenares, millares de artículos. Recuerdo el escándalo que me produjo en su día descubrir, al editarlos, con qué frecuencia se plagiaban a sí mismos, publicaban el mismo artículo bajo títulos distintos, utilizaban el “recorte y pega” para aprovechar lo escrito en ocasiones anteriores.

Sólo más adelante cobré conciencia de lo muy comunes que eran estas prácticas, y que no sólo respondían a la picaresca de quienes las empleaban, sino también a la lógica intrínseca al medio, que desde siempre ha contado con los efectos trituradores del tiempo.

La obra de determinados artistas ilustra de qué modo ciertas “ideas fijas” pueden alimentar ininterrumpidamente trayectorias admirables

Internet y los grandes bancos de memoria digital han supuesto un cambio a este respecto. Los motores de búsqueda permiten ahora localizar con facilidad repeticiones que hasta hace poco eran inidentificables como tales, poniendo al descubierto la tendencia casi irresistible a la repetición y al autoplagio a que parece abocada cualquier persona puesta en situación de prodigar sus opiniones a través del tiempo.

La obra de determinados artistas sirve para ilustrar de qué modo ciertas “ideas fijas” pueden alimentar ininterrumpidamente trayectorias a veces admirables. Escritores, músicos, pintores hay de los que cabe decir que su obra entera está constituida por variaciones sobre un mismo tema.

Recientemente, ocupándome de los escritos sobre arte, literatura y música de Baudelaire, advertí cómo sus intuiciones sobre el concepto de modernidad aparecen ya perfectamente prefiguradas en el Salón de 1846, por mucho que encuentren su versión más madura quince años más tarde, en El pintor de la vida moderna, de 1863.

Insistía Ferlosio —y yo mismo me repito al recordarlo— en que las cuestiones por las que se interesaba apenas pasaban de “seis o siete”. Puede que para otros sean muchas más, pero la vida, en definitiva, no da tanto, y si esas cuestiones poseen alguna profundidad al final terminan siendo seis o siete, en efecto, aquellas sobre las que uno termina volviendo una y otra vez.