Hará un par de años que les hablé desde aquí mismo de un librito que sigue resultándome encantador: Casa se busca, de la argentina Socorro Giménez, una de las apuestas de Jonás Trueba durante el año en que fue editor invitado del sello Caballo de Troya. Les decía cuánto apreciaba el desenfado de su fórmula miscelánea, su sentido del humor, la desarmante honestidad con que la autora ofrecía el testimonio de su propia condición de mujer sola en la ciudad de Buenos Aires.
Me acordé de ese librito con ocasión de prologar Horas inútiles junto al Sena (Escritos Contextatarios), de Alba E. Nivas, española afincada en París. Un librito también misceláneo que reúne apuntes sueltos, entradas de diario, poemas, viñetas narrativas y epifanías personales, más un puñado de muy concernientes crónicas y ensayos, más o menos breves. El conjunto articula una mirada atenta a nuestro entorno más inmediato –la gran ciudad como escenario de nuestra distraída odisea–, en este caso desde el punto de vista de una mujer recién atravesada por la experiencia transformadora de la maternidad.
Les ruego que no atribuyan condescendencia al empleo del diminutivo. Hablo de “libritos” no sólo para sugerir sus discretas dimensiones sino también para dar una pista de su naturaleza nada imperiosa ni infatuada, de la autoironía que los impregna, de su resuelto desentendimiento de las jerarquías de género y de rango, no solamente literarias.
Alguna vez he especulado sobre los saludables efectos que tuvo la renuncia forzosa o resignada, por parte de las mujeres, a competir por el canon
Alguna vez he especulado sobre los saludables efectos que, durante décadas, tuvo la renuncia más o menos forzosa o resignada, por parte de las mujeres, a competir en la carrera por ingresar en el canon, a participar en los tradicionales circuitos de consagración, casi siempre controlados por hombres, herederos de una cultura de impronta tradicionalmente machista. La increíble, inagotable emergencia, en la Inglaterra de los años 50, 60, 70, 80 del siglo pasado, de toda una marea de escritoras de clase media, señoras de su casa, que hicieron compatible su vocación literaria con una discreta vida familiar, más o menos convencional, sirve para ilustrar los beneficios inesperados de escribir sin la ansiedad de la influencia, sin estar uno pendiente de las listas de los libros más vendidos, sino simplemente conectado con un público reconocible y afín, con el que se comparte un montón de sobrentendidos.
Escribo estas líneas sonriéndome aún por las agudas observaciones que vuelca Bárbara Mingo en Lloro porque no tengo sentimientos (La Navaja, 2023), una muy recomendable colección de columnas y artículos que organizan una mirada asimismo muy peculiar, a la vez burlona e indulgente, acerca de nuestra extraña ciudadanía. Como en los dos anteriores, también en este librito (¡y dale!) su autora se pone a sí misma en juego, y al hacerlo pone en juego, de forma en absoluto ostentosa, su condición de mujer.
Las autoras de los tres títulos traídos aquí a colación han nacido las tres en la década de los 70. Pertenecen pues a una franja generacional que ha experimentado ya en su madurez el cambio de rasante que se ha producido en la última década en lo que respecta a la receptividad hacia la escritura de las mujeres y los códigos que maneja. Puede que ello tenga algo que ver con la actitud ni beligerante ni jactanciosa con que modulan su propia voz, en un registro a la vez político e intimista, alejado de todo agonismo, que obvia la dialéctica de los sexos y de la identidad.
Reconozco un aire común y reconfortante en el carácter ambulante de estos textos, en la sensualidad que transpiran (ese modo de notar el cuerpo involucrado en la escritura), en el modo tan subversivo con que operan en ellos la tranquilidad y la alegría, y no sólo el humor, desactivando la indignación sin merma ninguna de su combatividad, de su sonriente causticidad.