En un ensayo titulado “El narrador”, de 1991, recogido luego en El arte de la fuga (1996), Sergio Pitol imagina a un autor –¿acaso él mismo?– que, habiendo publicado una novela más o menos arriesgada, se enfrenta sin miedo al dictamen presumiblemente demoledor de la crítica. El autor en cuestión se resigna a ser atacado por la extravagante factura de su novela, a ser caracterizado como un osado cultivador de la vanguardia, por mucho que a estas alturas la idea misma de la vanguardia constituya para él un anacronismo.

Con sosiego, nuestro autor se siente dispuesto a soportar impávido “una tempestad de insultos, de ofensas insensatas, de dolosos anónimos”. Lo único que de verdad lo aterroriza es la perspectiva de que su novela suscite el entusiasmo de algún comentarista “tonto y generoso” que pretenda descifrar los enigmas planteados a lo largo del texto y los interprete “como una adhesión vergonzante al mundo que él detesta”. Algo así, dice Pitol, hundiría al autor del que habla, “lo entristecería, lo haría jugar con la idea del suicidio”.

A propósito de la crítica de libros, como de la crítica en general, se suele hablar de buenas y de malas críticas. Todo lo más, de críticas buenas y de críticas malas (con atención al matiz que introduce la posición del adjetivo). Pero pocas veces se oye hablar de aquello de lo que más abunda: las malas buenas críticas.

Voy a tratar de explicarme.

Además de buenas y malas críticas, existen “buenas malas críticas” y “malas buenas críticas”. La buena mala crítica sería aquella que, aun evaluando negativamente el libro del que se ocupa, acierta a comprenderlo y a juzgarlo en relación a sus propósitos más o menos manifiestos, a sus intenciones, a los recursos puestos en juego con mayor o menor acierto. Por muy “buena” que sea, la mala crítica no suele sentar bien ni al autor ni al editor, si bien puede ocurrir que con el tiempo uno y otro la aprecien y hasta la agradezcan. En cualquier caso, se estima preferible al silencio sepulcral, que constituye el verdadero peligro para cualquier libro. Como decía Oscar Wilde, es mejor que hablen mal de uno a que no hablen en absoluto. Buena o no, la mala crítica es una especie rara y en proceso de extinción. Por el contrario, lo que prospera por todas partes son las buenas críticas, entre las que se cuentan las malas buenas críticas. De este tipo es la que tanto aterroriza al escritor del que habla Pitol.

La mala buena crítica sería la que, con la mejor de las voluntades, malentiende los propósitos del autor, y aplaude el libro por razones equivocadas

La mala buena crítica sería la que, con la mejor de las voluntades, malentiende los propósitos del autor, y aplaude el libro por razones equivocadas. A la mala buena crítica la suele mover el entusiasmo, que en el caso –nada infrecuente– de que el comentarista sea en efecto “tonto y generoso”, tiene efectos por lo común tóxicos. Las malas buenas críticas inducen a leer los libros conforme a una perspectiva allanadora, confundidas a menudo por las pistas que, desde los textos de cubierta, les procuran editores irresponsables. Puede ocurrir que tengan efectos positivos, pero así es en perjuicio de las intenciones originales del autor, que no resultan tanto traicionadas como –por así decirlo– abaratadas.

Es explicable que ese autor del que habla Sergio Pitol sea valiente con las malas críticas. Muchas veces un libro parece haber sido escrito para provocarlas, en la medida en que la crítica se considera representativa del orden que se propone desafiar. Pero ¿cómo defenderse de una mala buena crítica? Lo peor de éstas no es tanto que yerren el tiro como que sacan a flote los elementos más vulgares del libro, los más convencionales, aquello precisamente que su autor, sintiéndose él mismo original, pretendía haber obviado.