Cuando Fogwill quería recomendarte un libro, pillaba un ejemplar, lo metía en un sobre y te lo enviaba. Es sin duda el modo más eficaz –y generoso– de compartir lecturas. Conozco a algunos pocos que, tan pronto leen un libro que les gusta mucho, compran varios ejemplares y los obsequian a los amigos. Esto es hacer proselitismo, y lo demás buenas intenciones, cuando no pedantería.

Hace ya un montón de años que mi amigo Constantino me regaló un ejemplar de Winesburg, Ohio, de Sherwood Anderson, y me recomendó su lectura. Es rarísimo que Constantino te hable de un libro con algo parecido al entusiasmo, así que tomé buena nota, como hago siempre con sus recomendaciones. Pero en este caso el obsequio tuvo efectos contraproducentes, porque la edición que me pasó, de la colección “Letras Universales”, de Cátedra, lleva en la cubierta una ilustración incongruente y por completo disuasoria. Se trata de una acuarela en que aparece dibujada una típica diligencia de esas que estamos acostumbrados a ver en los wésterns. En primer plano, de espaldas, hay tres personajes con indumentaria de cowboys. Para colmo, el texto del dorso emplea una terminología –“monstruos encantados”, “viento mágico”– que me resulta asimismo disuasoria.

La cuestión es que, pese a las buenas referencias que en todo este tiempo no he dejado de acumular sobre la novela –un clásico indiscutible y en buena medida primordial de la narrativa norteamericana–, cada vez que cogía el libro con el propósito de leerlo, la ilustración de marras y esa terminología esotérica de la contratapa me convencían de aplazarlo. Hasta que, casualmente, hablando hace poco con mi amiga Cecilia, me dijo que este libro de Anderson se contaba entre sus favoritos de todos los tiempos, y que lo había leído un montón de veces. También suelo hacer caso de las recomendaciones de Cecilia, así que ya eran dos lectores de confianza los que me conminaban a leer de una vez Winesburg, Ohio. Y eso es lo que por fin hice pocas semanas atrás.

'Winesburg, Ohio' (1919) es un libro verdaderamente extraordinario, que todos los "grandes" de la narrativa norteamericana no han cesado de explorar

Ahora me escandaliza y me avergüenza admitir que he tardado tanto en leer este libro. Esta columna es la penitencia que me impongo por una negligencia casi imperdonable. Pues lo cierto es que Winesburg, Ohio (1919) es un libro extraordinario, verdaderamente extraordinario, en el que, además de una inmensa humanidad, uno reconoce en germen un montón de posibilidades que los herederos y continuadores de Anderson (casi todos los “grandes” de la gran narrativa norteamericana del siglo XX) no han cesado de explorar.

Aparte de encarecer vivamente su lectura, es difícil añadir nada a cuanto se lleva dicho de una obra maestra de este calibre. Pese a todo, me atrevo a destacar la precariedad expresiva de sus personajes, esa falta de correspondencia entre la intensidad de los sentimientos que experimentan y su capacidad de verbalizarlos, de objetivarlos, de comunicarlos.

Los personajes de Winesburg, Ohio son en su mayor parte seres desplazados de su propio centro y, por lo mismo, hasta cierto punto desquiciados, criaturas de un mundo en plena transformación –el del Medio Oeste norteamericano a finales el siglo XIX– expuestas a una complejidad que las desborda y que en no pocas ocasiones da lugar a reacciones violentas, irracionales, autodestructivas. No es raro que Anderson, como antes Twain, como luego Salinger y tantos otros, sea un maestro en dibujar la adolescencia.

Llegado aquí, justo es decir que la edición de Cátedra a la que he aludido, del año 1990, se ofrece en una vieja traducción de Armando Ros, concienzudamente revisada, y con una experta y servicial introducción de la profesora María Eugenia Díaz.

Hay al menos otras tres traducciones al castellano, la más reciente y recomendable, sin duda, la de Miguel Temprano en Acantilado (2009).