Hará cerca de cuatro años, el cineasta Luis E. Parés, actual director artístico de Cineteca Matadero, sabiéndome ocupado en la edición de la obra de Kafka, me puso al corriente de un dato sorprendente: la primera adaptación al cine de El proceso se hizo en España en 1955, en el marco del Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas, con sede en Madrid.
Gracias a Luis tuve ocasión de ver la adaptación: una versión fragmentaria de la novela, dirigida por Julio Diamante con la asistencia de un jovencísimo Carlos Saura. Realizada con medios muy precarios, la película –un cortometraje de veinte minutos rodado en blanco y negro, en clave expresionista– está repleta de ideas portentosas.
Parés dio con ella durante los arduos y prolongados trabajos de documentación del que ha sido su primer largometraje: La primera mirada, estrenado el año pasado en la Seminci. Se trata de una valiosísima, diría que imprescindible exploración del legado del mencionado Instituto, creado durante la dictadura franquista y que funcionó de 1947 a 1961.
Nadie que tenga ocasión de ver este espléndido documental –del que ya dio cumplida noticia, en esta misma revista, Javier Yuste– debería perdérselo. La narración y el montaje son impecables, y constituyen una muy importante contribución a nuestra reciente historia cultural. Y es que, antes de convertirse en la Escuela Oficial de Cinematografía, el Instituto fue el semillero del mejor cine español de la posguerra y primeras décadas de la Transición.
Por sus aulas pasaron, en calidad ya de alumnos o de profesores, buena parte de los cineastas más relevantes de la España de la segunda mitad del siglo XX –de Berlanga a Víctor Erice–, y las circunstancias contribuyeron a que, a la sombra del régimen, se convirtiera en un laboratorio de resistencias y de subversión de la cultura oficial.
En los años de posguerra, el realismo, luego injustamente desdeñado, constituyó toda una vanguardia, tanto en el plano político como estético
Me cuenta el mismo Parés que, en el montaje final de su película, decidió suprimir –”por exceso de name droping”– una larga secuencia en la que enumeraba a los escritores de la época y mostraba los paralelismos entre la producción literaria del momento y cuanto se ensayaba en el Instituto. Tales paralelismos cabe hacerlos en varios planos, pero el más notorio es el del realismo, en cualquiera de sus variantes (neorrealismo, realismo social, realismo crítico...).
Como tiendo a repetir, citando siempre a Manuel Vázquez Montalbán, en los años de la posguerra –tanto española como europea– el realismo, luego tan injustamente desdeñado y postergado, constituyó toda una vanguardia, tanto en el plano político como estético. La primera mirada confirma este aserto de manera palmaria, si bien su recorrido por quince años de escuela testimonia direcciones múltiples, algunas de ellas –como no dejó de ocurrir también en el campo literario– muy alejadas, sino en las antípodas, de esa vanguardia entonces hegemónica.
Los fragmentos de películas que cosecha La primera mirada están llenos de fuerza y de sorpresas. Volviendo a Kafka, tiene interés destacar la peculiar adaptación que en 1957 hizo Miguel Herrero de La metomorfosis, con el empleo de una cámara subjetiva, ateniéndose así al rechazo del mismo Kafka a todo amago de representación gráfica del “bicho” que protagoniza su narración.
Dos años posterior es un brevísimo cortometraje de Joaquín Jordá –Patata en patata (1960)– en el que adapta –homenajea, más bien– un episodio de Lolita, de Nabokov. La secuencia seleccionada invita a pensar que Jordá se ciñó con bastante más exactitud y veracidad que Kubrick a la dimensión pedófila de la pasión de Humbert Humbert.
La elección de la niña que en el cortometraje de Jordá evoca a la Lolita de Nabokov, así como el personaje de Humbert y la secuencia entera, con su humor paródico, revelan una comprensión de la novela que mueve a añorar que el ejercició no fuera a más.