Un día del año, de la escritora alemana Christa Wolf (1929-2011), es un libro muy notable y originalísimo, inencontrable en la actualidad, que merecería mayor atención que la que obtuvo en su día. Aparecido originalmente en 2003, en España lo publicó en 2006 Galaxia Gutenberg, en cuidada traducción de Carmen Gauger. Se trata de una especie de diario “transversal” en el que su autora recorre cuatro décadas, del año 1960 al 2000, anotando todos los 27 de septiembre, y sólo ese día, los hechos –tanto históricos como personales– y las preocupaciones que en ese momento acaparaban su atención.

En la entrada correspondiente al año 1961, Wolf escribe sobre su hija Tinka, que entonces apenas contaba cinco años de edad. Tinka acaba de ser despertada para ser llevada al jardín de infancia, y carga a todos lados un desgastado osito de peluche con el que conversa en todo momento. Christa Wolf finge una voz para el osito y declara en su nombre no querer lavarse los dientes. Tinka trata de persuadirlo, primero con buenas palabras, luego, viendo su resistencia, con enfado creciente.

A lo que anota Wolf: “Por un lado sabe muy bien con qué voz ha hablado el osito, por otro lado está convencida de haber hablado con él y con nadie más”. Y añade: “Estas dos formas tan contrapuestas de ver las cosas coexisten pacíficamente en su cabeza, una junto a otra; pienso si llegar a la edad adulta significará poder separar estrictamente el mundo de la representación y el de la realidad”.

A nadie que haya tratado con niños le resulta extraña esta escena. Como los pueblos primitivos, los niños son capaces de vivir simultáneamente en dos planos superpuestos, sin que se contradigan. No se trata propiamente de una escenificación, ni mucho menos. Ni siquiera de un desdoblamiento. Simplemente, experimentan los dos planos a la vez.

Así dicho suena bastante chocante, pero se trata de algo mucho más común y corriente de lo que estamos dispuestos a aceptar. Como bien especula Wolf, hacerse adulto entraña sacrificar –subordinar, más bien– el plano de la imaginación al de la realidad. Pero esa facultad de combinar ambos planos no desaparece del todo en persona alguna, por muy reprimida que quede. Y hay muchísimas personas, cada vez más, que la mantienen viva y activa, a menudo sin ser en absoluto conscientes de ello.
Vistas desde fuera, estas personas se nos antojan contradictorias, o volubles, o delirantes, o farsantes. Pero ocurre simplemente que son capaces todavía de simultanear creencias que los demás estimamos incompatibles.

Leer ficción es una forma muy recomendable de entrenar la mente para distinguir entre diferentes planos de experiencia

Se oye hablar con insistencia de la creciente infantilización de la sociedad, y de cómo contribuyen a ella los artilugios de toda suerte que abonan la posibilidad de hacer convivir diversos órdenes de experiencia, la de los hechos y circunstancias reales y la que se vive a través de los libros, las pantallas o las ondas sonoras.

Quién no recuerda las sorprendentes manifestaciones de lucidez que de vez en cuando desdicen la locura de Don Quijote. Solo que Don Quijote es consecuente en su fantasía o en su delirio, mientras que no es raro que los delirios de nuestros vecinos cambien de objeto conforme a las noticias y a las tendencias del momento, conforme a las modas y las campañas de publicidad o de intoxicación.

Por lo demás, el ejemplo de Don Quijote no debería confundirnos. Leer ficción –y digo leer, no consumir ficción– constituye una forma muy recomendable de entrenar la mente para distinguir entre diferentes planos de experiencia y controlar el tránsito de uno a otro. El problema de la cultura digital y sus virtualidades consiste en cómo favorece entre los adultos la promiscuidad de esos diferentes planos y la pacífica coexistencia de evidencias contradictorias que Christa Wolf observaba en su hija Tinka.