A propósito del grupo del 27
Digámoslo con más energía: Lorca no ha influido nada en el desarrollo de la poesía posterior a él, y ni Jorge Guillén ni Pedro Salinas pertenecen a la llamada generación del 27
En el año 1898 nacieron tres autores importantes del 27: Lorca, Aleixandre y Dámaso Alonso, amén de Rosa Chacel y Zubiri. España ha celebrado ese centenario con la intensidad debida, pero refiriéndola, sobre todo, a uno de ellos: el primero de los nombrados, Federico García Lorca, merece, sin duda, todos esos homenajes, y muchos más, siempre que tengamos claro en nuestra mente que tres o cuatro de entre los otros no le van a la zaga, y que, por supuesto, el influjo que Aleixandre y Cernuda han ejercido sobre la poesía de la posguerra es muy superior al que ha ejercido Lorca. Digámoslo con más energía: Lorca no ha influido prácticamente nada, o muy poco, en el desarrollo de la poesía posterior a él. Es curioso que, en cambio, nadie haya advertido el gran contagio que Lorca ha producido en dos grandísimos poetas, pero no posteriores sino anteriores o coetáneos suyos. Me refiero a Alberti (en las canciones de "Sobre los ángeles") y a Juan Ramón Jiménez (en las "Canciones a la nueva luz"). En efecto: lo mismo en uno que en el otro libro de tan insignes autores existe, a mi juicio, una importantísima relación con Lorca. En cambio (y a eso iba), no se puede poner en duda ni minimizar la valía y la significación de las dos contribuciones, la de Aleixandre, antes, y la de Cernuda, después, en el desarrollo de la poesía de España, donde se han dado, digámoslo de paso, algunos poetas no menos valiosos que sus equivalentes en el 27: Hierro, Otero, etc.Leyendo los numerosos artículos que a propósito han salido en la Prensa parece como si todo esto se ignorase. En nombre de la verdad, me ha parecido que era mi deber salir al paso de tanto silencio y equívoco. Pero quiero también, para completar el intento de clarificación y denuncia de la equivocidad que me he propuesto, añadir algo que echo de menos en los muchos escritos acerca del 27 que he podido leer. Y es que, curiosamente, nadie, creo, ha intentado esclarecer en ninguno de ellos qué cosa sea esa generación cuyo valor, por otra parte, nadie niega. Aquí, la culpa de la mudez acerca de una cuestión de tanto bulto es para mí muy clara. Se trata de un error inicial que ha arrojado sobre el asunto un tupido embrollo de no fácil desenmascaramiento. Me refiero al hecho de que, sin excepciones, se incluye en la generación a dos intensísimos poetas que no pertenecen a ella, ni por las fechas de nacimiento, ni por la visión del mundo desde la que escriben: Jorge Guillén y Pedro Salinas. Decir esto no es rebajar la valía de la obra de ambos, muy grande a mi entender, y no inferior a la de los mayores del 27. Suprímanse esos dos nombres de la lista generacional al uso, y todo se aclara de pronto. Lo que el 27 sea aparece entonces con máximo fulgor y nitidez. Consiste en surgir como el tercer momento de una crisis creciente que todavía colea y que comenzó en el Romanticismo: la llamada "crisis de la razón" (que no es, en paridad, una crisis de la razón, sino una crisis de un tipo de razón que por esas fechas se suponía ser el único tipo posible de ella: la razón físico-matemática -que luego Weber y los filósofos francfurtianos llamaron "razón instrumental"-).
Debo decir de inmediato, rápida y abreviadamente, el motivo de esa crisis. La razón físico-matemática es genérica y utilitaria. Al ser genérica, no puede conocer ni interesarse por lo individual y concreto, cosas que, por contra, el Romanticismo valora al máximo. He ahí el conflicto, que con los años no hizo sino crecer. Una grave sospecha se arroja sobre esa razón que tanto cojea. Las etapas de tal descrédito llegan hasta hoy mismo y serían aproximadamente las que el presente artículo pretende enumerar, muy condensadamente. En primer lugar, el Romanticismo y su desdén por las genéricas e inapelables reglas de la preceptiva (pues se nos impone recordar que los dictámenes de esa razón física no admiten las excepciones: dos y dos son cuatro, aquí y en Júpiter). El segundo instante lo situaríamos hacia el fin del siglo XIX, con nombres como Bergson, Spengler y Unamuno, tan despreciativos, los tres, en nombre de la vida (siempre individual y concreta) de las generalizaciones antivitales propias de lo que Unamuno llamaba "los entes de la razón". Recordemos la frase de Bergson: "la inteligencia no puede conocer la vida". Traduzcamos esto a nuestro lenguaje: "la razón físico-matemática no puede conocer lo individual, y como la vida es individual, no puede conocer la vida". Consecuencia: la razón es profundamente antivital.
Con esto, pasemos a la generación del 27 propiamente dicha, tercer momento de la crisis. Por vez primera esa generación se percata emocionalmente de que la razón físico-matemática (antivital, según el juicio rotundo de los filósofos citados) ha encarnado en la sociedad (empezó ya a hacerlo en el último tercio del siglo XVII; pero una cosa es eso, y otra, muy distinta, el grado que alcanza en el siglo XX tal hecho y la conciencia emocional con que éste es advertido). Como la razón susodicha no admite las excepciones esa sociedad será forzosamente "represiva". El 27 consistirá en ir en contra de tal represión, en defensa de la vida y de la naturaleza, y en ensalzar todo lo instintivo, pasional y espontáneo. Aleixandre lleva esto último a un extremo máximo, puesto que no sólo se interesa por lo natural, sino que "diviniza" la naturaleza (léase su poema "No basta", o, por ejemplo, "El árbol", prodigiosa pieza de "Mundo a solas").