Primera palabra

"El gallego se va; la mierda se queda"

21 febrero, 1999 01:00

A Baudelaire le hubiera gustado que las praderas fueran de color rojo, amarillos los ríos, azules los árboles, blanco el mar. A Areilza, no. Amaba la naturaleza como Dios la había creado

En los días de rosas y espinas de Estoril, cuando el sol doraba de viejo las tardes frente al océano, José María de Areilza solía hablar de lo que más amaba: el paisaje. Tenía el académico, desaparecido hace ahora un año, una capacidad admirable para la ensoñación y una pluma especialmente bella y bien equipada para describir el entorno. Estaba enamorado de los paisajes de la tierra y la Historia. Para él no había naturalezas muertas, salvo la selva del asfalto, el automóvil y el tráfico.
-Tardes de Soria, donde parece que las rocas sueñan -decía-. No parece que sueñan. Sueñan de verdad. No sólo viven los árboles y las plantas. También las montañas y las rocas y los ríos. Hay una vida mineral lenta y real. Cuando Machado continúa escribiendo "cerca del agua que corre y pasa y sueña", se mete en el alma profunda del paisaje.
Areilza era viajero de grandes excursiones. No sé si le gustaban demasiado como ejercicio y entretenimiento. Lo que le importaba era buscar el paisaje inédito, la montaña envejecida, el torrente bravo, las grietas del llano, las he- ridas de las cañadas, la tempestad de la piedra, las flores en la altura, los celajes dorados, la llaga de las arcillas, los pedregales ariscos, los húmedos verdes, los árboles fatigados, la vida intensa e indeclinable de la naturaleza. La aceptaba como era y en ella se extasiaba. A Baudelaire le hubiera gustado que las praderas fueran de color rojo, amarillos los ríos, azules los árboles, blanco el mar. A Areilza, no. Amaba la naturaleza como Dios la había creado. Sus narraciones y sus artículos, esbeltos y profundos, sobre paisajes con historia, la nostalgia infinita de su pluma al evocar las geografías abiertas del alma, le llevaron a la Academia. Además estaba su cultura sin lagunas, su amor al idioma, su capacidad para el análisis y la crítica, su maestría en la tertulia entre amigos, su actitud permanente para comprender, no juzgar. Y su penetración política. Fue un Talleyrand de lujo, un Metternich a veces altivo, pero siempre flexible y conciliador, al servicio de la Monarquía de todos, defendida por Don Juan III desde el exilio y contra la dictadura. Despreciaba, sin alardear de su musculatura política, a algunos de los que le ofendían, también a algunos de los que le incensaban. Le brotaba, de vez en vez, un punto de escepticismo sobre la condición humana. Pero no hacía sangre con nadie. Tendía más a la ironía que al sarcasmo.
Fue el político más sagaz, más brillante, de más altura que tuvo Franco, que tuvo Don Juan III, que tuvo Don Juan Carlos I. Pero la suerte no le acompañó. Se equivocó demasiadas veces. Resulta difícil entender que un hombre de tanta altura intelectual y política cometiera tantos errores. Aún así, los españoles no saben hasta qué punto su acción resultó decisiva para hacer posible la transición. En España, tras Franco, hubiera ocurrido lo mismo que en Portu-gal, tras Salazar: cuatro o cinco años de dictadura blanda que los movimientos de masas hubieran terminado por derribar. Como secretario general del Secretariado Político de Don Juan -un auténtico Gobierno en la sombra-, Areilza realizó una espléndida gestión con la oposición democrática y contribuyó a comprometerla en una primera fase con la Monarquía, con la condición de que ésta convocara elecciones libres. Don Juan Carlos no se convirtió en algo parecido a Caetano porque su padre movió a tiempo los alfiles de Areilza, Satrústegui y Pedro Sainz. Cuando el dictador falleció no se escuchó un grito de "­Viva la República!". La oposición democrática, en gran parte republicana, quedó a la espera de la convocatoria de elecciones libres, prometidas por Don Juan direc-tamente o a través de Areilza, Satrústegui y Sainz. En la primavera de 1977, al año y medio de la muerte de Franco, las elecciones se celebraron finalmente amparadas por la Corona. Quiero decir también -ahora hace un año que no pude publicar este artí-culo- que Areilza era un gran señor, con la hidalguía metida desde siglos atrás en los tejidos del alma. Tenía algo de senador romano, de lord británico, de par francés, de Grande de España. Vasco hasta la médula, sentía la patria española incluso con dolor físico. Su educación se atemperaba por el sentido de la dignidad, por el decoro que le exigía la representación de España. Sus compañeros diplomáticos contaban una historia que, verdad total, verdad a medias, era digna de él.
Esperaba Areilza, como embajador de España, en la antesala del despacho presidencial de la Casa Rosada, donde discutían el presidente Perón y su esposa Eva Duarte. De pronto oyó una voz desde el interior, que no contaba con su proximidad:
-Que pase de una vez ese gallego de mierda.
Areilza abrió la puerta y, con el tono mesurado y los ojos impasibles, dijo:
-Señor, señora, el gallego se va; la mierda se queda.
Y luego, incontinenti, tomó el abrigo, requirió el "mercedes", miró al soslayo, fuese y no hubo nada.