Primera palabra

Sobre los falsos expertos

16 mayo, 1999 02:00

La durísima campaña que algunos medios vienen desarrollando a propósito de ciertas restauraciones en El Prado es testimonio de la falta de criterios profesionales y morales de quienes la instigan

L a durísima campaña que algunos medios vienen desarrollando a propósito de ciertas restauraciones en el Museo de El Prado, volcando contra un restaurador en concreto una serie de acusaciones en gran parte gratuitas, es, desgraciadamente, testimonio de la falta de criterios profesionales y morales de quienes la instigan y de quienes los siguen y hacen eco.
Las cuestiones que tocan a la restauración artística son siempre problemáticas y mueven, con frecuencia, pasiones. Los espectadores "ingenuos" están habituados a ver las obras de arte de una determinada manera y cualquier cambio en la imagen recibida lo suelen considerar como un atentado e, incluso, como ahora se ha dicho, como un crimen.
Pero una intervención seria, rigurosa y guiada por criterios profundos puede modificar desde luego esa imagen, pero para devolverla, en la medida de lo posible, a lo que su tiempo y su autor quisieron poner en ella.
El tiempo también pinta, pero aún más que el tiempo pintaron los cambiantes gustos de la sociedad, el deseo de remediar daños reales o imaginados, los intereses comerciales de vendedores en determinados momentos e incluso intenciones estéticas al servicio de determinadas maneras de mirar. El Prado exhibió durante mucho tiempo un retrato del príncipe Don Carlos, obra de Sánchez Coello, con un extenso repinte que cubría un hermoso paisaje con alegorías de la casa de Austria que fue ocultado, seguramente en el siglo XIX, para dar más realce a la figura, aislándola y acercándola al gusto romántico, amigo de dramatizar al personaje.
Abordar la restauración exige un conocimiento cierto y seguro de la realidad del tiempo en que se pintó la obra, una familiaridad con la técnica empleada por cada artista en cada momento, una sensibilidad adecuada, una mano segura, y el socorro de las técnicas que el progreso científico ha puesto en nuestras manos en los últimos tiempos. Y hablar de ella exige no menos conocimiento y prudencia.
La alegría y superficialidad con que se han abordado hasta ahora estas cuestiones por quienes carecen en absoluto de esos requisitos, aunque se autocalifiquen con pomposos, huecos y falsos títulos de "expertos", son verdaderamente dramáticas por su influencia en el público, que se convierte en eco inconsciente de la calumnia.
Don Rafael Alonso, a quien se califica poco menos que de "asesino", es un profesional rigurosísimo, que -como puede comprobar quien lea sin prejuicios su currículum- lleva más de veinticinco años ejerciendo su profesión a entera satisfacción de quienes han confiado en él. Su conocimiento de El Greco es excepcional y son muchos los que se han beneficiado de su conocimiento y experiencia.
Sus intervenciones en los lienzos de Illescas, en la Inmaculada del Museo de Santa Cruz, en el Apostolado de la Casa de El Greco, o en el del Marqués de San Feliz y otras muchas obras del cretense, son absolutamente ejemplares, habiendo sido premiado por ello con la Medalla de Oro de la Real Fundación de Toledo.
Accedió al Museo de El Prado en 1978 -siendo director Don Xavier de Salas- para colaborar en la preparación de exposiciones, cálidamente recomendado por sus profesores de la Escuela de Res- tauración, y ha demostrado cumplidamente su capacidad y su responsabilidad en ocasiones problemáticas.
La limpieza del "Caballero de la mano en el pecho" se hizo en 1996 con ocasión de la exposición de El Greco en Barcelona y fue considerada entonces, por muchos, como una revelación. También aquí, como en el caso del "Don Carlos" de Sánchez Coello, el lienzo había sido repintado para dar al Caballero ese valor casi simbólico, de austera gravedad sombría, que venía a ser la imagen española por excelencia. La firma había sido reforzada sobre el repinte y, por otra parte, no se puede saber desde fuera cuál era el estado del lienzo antes de ese repinte dramatizador. Déjese a quienes de veras pueden juzgar con los instrumentos adecuados, y no se juegue con el prestigio de los profesionales que lo han ganado con esfuerzo, constancia, saber y trabajo.
Basta leer con atención los infamantes artículos que cierta Prensa ha dedicado al caso para advertir lo que de arbitrario, caprichoso y personal hay en los juicios vertidos.
Mucho hay en el Museo de El Prado que no satisface ni a quienes más vinculados a él están; muchas cosas que sería necesario cambiar radicalmente; muchas informaciones necesarias, nunca facilitadas, y muchos errores que corregir. Pero es demasiado evidente la personal malevolencia que aparece en esta ocasión, promovida seguramente por esos tradicionales demonios de nuestra historia: la envidia, la ignorancia y el rencor.