Primera palabra

El tiempo cómplice

30 mayo, 1999 02:00

Las restauraciones no son sólo recuperaciones. En alguna medida, por definición imponderable, participan también del carácter de las invenciones

Hace unas semanas, arremetía Alfonso Pérez Sánchez desde este mismo espacio contra quienes protestan y se dan a todos los demonios por los cambios habidos en "El caballero de la mano en el pecho" a raíz de su limpieza y restauración en el 96. La tesis de Pérez Sánchez es simple. Uno: no nos llegan las obras conforme ellas salieron de las manos de su autor, sino transformadas por los accidentes del tiempo y las tercerías de exégetas anacrónicos y con frecuencia irresponsables. Dos: es posible, en principio, repristinar el lienzo original, y con él, la mirada original. Tres: esta tarea ha de recaer sobre los expertos, quienes se valen para llevarla a cabo de los avances de la técnica y de su intuición estética. Cuatro: la restauración de "El caballero de la mano en el pecho" ha sido un éxito. Lo ha sido en el sentido estricto de que lo que contemplamos ahora en El Prado es mucho más fiel a la cosa inicial que la versión cocinada en su momento por un entremetido de gusto romántico y extemporáneo.
El azar quiso que yo llegara a "El caballero" actual sin haberme repuesto aún de la visión horrible, en el Palazzo Bianco de Génova, de un Van Dick remendado por la mano de un bárbaro de gusto neocubista. Quiero decir con ello que no me las prometía demasiado felices. Pues bien, he de apresurarme a aclarar que salí muy complacido del careo. No soy historiador de arte, ni podría aducir los argumentos técnicos que le sobran a Pérez Sánchez. Pero me ocurrió algo que, desde el punto de vista del gustador, es definitivo: el cuadro se me antojó más complejo, más congruente y más creíble que antes. Volví la vista, o mejor, la imaginación, a "El caballero" antecedente, y tuve la sensación de haber dejado a mis espaldas una falsificación moderna. Para entendernos, un producto del Equipo Crónica, un Equipo Crónica injertado de Casado del Alisal.
¿Asunto concluido? No. Según se desprende del artículo de Pérez Sánchez, el restaurador reposa sobre su golpe de ojo, o el golpe de ojo de quien le asesora. Significa esto que no basta, para redondear la faena, con limpiar el lienzo de aderezos extraños, o de las capas y barnices y ringorrangos surgidos en la pieza por un proceso espurio de superfetación. Es necesario también, en determinado instante, hacer una apuesta, o lo que es lo mismo, poner en marcha la fantasía e intentar representarse el cuadro como si fuera éste un recién nacido, y nosotros, la madre que lo parió. Y es aquí, justo aquí, donde resulta fácil meterse en camisa de once varas. ¿Por qué? Porque no saldremos con bien del empeño sin una aprehensión integral del pasado. Sin una intimidad con lo pretérito tan consumada, tan perfecta, que quepa sostener, plausiblemente, que ha desaparecido el tiempo, y que nuestros ojos no son ya nuestros ojos, sino los ojos de alguien que andaba por ahí cuando el cuadro se pintó.
Y lo último es concebible en teoría, aunque no tanto en la práctica. Persisten las disputas entre los expertos, que es como decir que las madres difieren sobre la naturaleza del hijo. Aún recuerdo la crítica feroz de Charles Hope a la restauración de la Capilla Sixtina. Afirmaba Hope que la valentía de color descubierta tras limpiar el fresco sólo podía parecer convincente a una generación crecida al contacto de las películas de Disney. Hope exageraba, pero su exageración contenía un elemento de verdad: nuestra visión nunca es inocente. El historiador acciona la moviola hacia atrás, pero no logra desprenderse por entero de los estímulos y secretas operaciones del presente. Lo que, luego de remontar las aguas río arriba, se le antoja limpio de polvo y paja y exento de tergiversaciones será percibido por las generaciones venideras como una interpretación más, sujeta al gusto de época. Estoy persuadido de que existen disparates que no se volverán a cometer. Considero ingenuo, sin embargo, declarar que los avances de la ciencia nos han colocado al abrigo del error, incluso del error serio. Las restauraciones, en fin, no son sólo recuperaciones. En alguna medida, por definición imponderable, participan también del carácter de las invenciones.
Pese a todo, no hay más remedio que restaurar, o, cuando menos, limpiar. Primero, las obras se deterioran. Segundo, cabe siempre suprimir añadidos groseros. Dadas las circunstancias, sigo celebrando este nuevo -ahora menos nuevo, afortunadamente- "El caballero de la mano en el pecho".