Exposiciones

Fuera del tiempo

Morandi

30 mayo, 1999 02:00

Museo Thyssen-Bornemisza. Paseo de Recoletos, 8. Madrid. Museo de Arte Contemporáneo Esteban Vicente. Plazuela de las Bellas Artes. Segovia. Hasta el 5 de septiembre.

Mañana se inaugura en el Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid una exposición antológica sobre Giorgio Morandi que reúne alrededor de un centenar de obras y que se completa con una muestra simultánea formada por un conjunto de grabados y acuarelas del artista en Segovia. Pintor in- temporal que no admite clasificaciones, personifica como pocos la esencia de la modernidad en el arte. La exposición, que viajará a finales de septiembre al IVAM, de Valencia, ha sido organizada por este museo, el Thyssen-Bornemisza y el Museo Morandi, de Bolonia.

Giorgio Morandi nunca estuvo en París. Ni siquiera salió de Italia hasta muy tarde (su primer viaje al extranjero fue quizá el que hizo a Lugano para ver la colección del barón Thyssen, que ahora acoge su obra). En su Bolonia natal, en un pequeño apartamento de via Fondazza llevó una vida provinciana y rutinaria consagrada enteramente a la pintura. Descubrió el arte moderno en sus visitas a Venecia (a la Bienal) y a Roma, a través de los libros y de algunos amigos. El enigma es que en tales condiciones pudiera construir una obra de alcance tan universal. Una obra que no es, como a veces se cree, una curiosidad rara para exquisitos rezagados, sino parte esencial del legado de la modernidad. Morandi representa ya, junto a Picasso, Braque, Matisse o Bonnard, una de las cumbres de la pintura del siglo.
Eso es lo que prueba esta admirable exposición organizada por Tomás Llorens, Juan Manuel Bonet y Marilena Pasquali, y por las tres instituciones que ellos representan, el Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid, el IVAM de Valencia y el Museo Morandi de Bolonia, con el patrocinio de Bancaja. Al entrar en las salas encontramos al pintor en su famoso autorretrato de 1924; es la primera y casi la última figura que veremos, porque la creación de Morandi excluye la presencia humana. Su formación se inicia con unos paisajes marcados por la impronta de Cézanne y avanza hasta el cubismo (muy cerca de Derain). Luego, entre 1918 y 1919, cultiva la pintura metafísica: sus cuadros se pueblan de maniquíes y objetos geométricos, de formas nítidas y sombras misteriosas en un espacio enrarecido. Pero ni siquiera entonces sucumbe a lo literario, que tanto seducía a Giorgio de Chirico; su terreno es lo visible y sólo lo visible.
Pronto llegará el giro decisivo. Hacia 1920 comienza una larga serie de naturalezas muertas, un silencioso diálogo con los objetos que será en adelante su tema constante, casi único. Siempre los mismos útiles, deliberadamente pobres y sencillos -botellas, quinqués, jarras, cazuelas, cajas y latas- dispuestos con un cuidado maniático, como hipnóticos objetos de meditación, a veces alineados en un friso con la severidad de Zurbarán. Al mismo tiempo, los contornos se desdibujan y la pintura se vuelve cada vez más pastosa. Desde ahora una paradoja domina cada cuadro de Morandi: las cosas están ahí, sobre la mesa, con una presencia indudable (la misma que cobraban los cuerpos en la pintura de Giotto, Masaccio o Piero della Francesca). Pero los contornos de las cosas son temblorosos, como dibujados por la mano de un viejo o de un niño (la misma firma de Morandi tiene algo de laboriosa y torpe caligrafía escolar). Esa línea trémula, aparentemente incierta, plasma admirablemente el fundirse de lo sólido en la vibración luminosa.
En esta evolución pictórica juega un papel esencial la dedicación al grabado. Morandi fue, entre 1930 y 1956, profesor de grabado en la Academia de Bellas Artes de Bolonia. En sus estampas (el aguafuerte era su técnica preferida) utiliza el rayado paralelo variable, más o menos denso, para graduar los tonos, y así ensaya las gradaciones de matices en los óleos. Por eso es indispensable visitar la exposición de sus grabados y acuarelas, complementaria y paralela a ésta, que tiene lugar en el Museo Esteban Vicente de Segovia (un dato: Morandi es uno de los cinco grabadores más caros del este siglo).
Al ir a visitar esta exposición temía un efecto monótono; no es sencillo reunir un centenar de piezas de un pintor tan obsesivo. Pero la concepción de la muestra, extraordinariamente sensible e inteligente, evita el riesgo del cansancio alternando la indagación más concentrada de Morandi con ciertas digresiones. Pueden ser las flores, esas rosas a las que el pintor cortaba los tallos y disponía sobre el borde del jarrón, como pequeños ramos de novia. O las extrañas caracolas, discretamente surreales. O sobre todo los maravillosos paisajes que Morandi pintó en el pueblo de Grizzana durante la guerra, entre 1940 y 1944. El pintor solía mirar desde su ventana los campos a través de un anteojo, y estos paisajes evocan esa sensación paradójica de una imagen lejana y a la vez al alcance de la mano.
Cuando volvemos a la serie de las naturalezas muertas, en los años cuarenta, los objetos que antes ocupaban el espacio de la tela comienzan poco a poco a acercarse entre sí, a apiñarse como si tuvieran frío. A veces forman un cuadrado que resulta casi perfecto (pero tembloroso) en el centro del cuadro. Su aspecto desamparado y aterido me recuerda, no sé por qué, a las figuras de Giacometti. Como también a Philip Guston y a Rothko. Ya sé que Morandi detestaba que se le vinculara a la pintura abstracta y en particular al informalismo: "Nulla è piú astratto del mondo visibile", solía decir, nada es más abstracto que el mundo visible. Hacia el final de la exposición, una espléndida sala de pequeños dibujos y acuarelas prueba hasta qué punto de economía, de esencialidad, puede llevarse la visión. En el último año de su vida, la pintura se adelgaza hasta un levísimo frotado que deja ver la trama de la tela y el dibujo se eleva hasta una sutileza inverosímil. Morandi nos aparece entonces como un maestro oriental que persigue el secreto de la "pincelada única" o como un fabuloso alquimista empeñado en la búsqueda del absoluto.