Primera palabra

Caleidoscopio bienal

13 junio, 1999 02:00

Lo que los pabellones nacionales enseñan suele responder a componendas político-culturales locales. Hay ocasiones en que un país acierta, pero en la mayoría el tedio suele estar garantizado

Nacida en la época de las grandes exposiciones, la Bienal de Venecia, que va por su edición número 48, y que dentro del ritual epocal del arte sigue siendo un acontecimiento ineludible pese a su decadencia, ha sufrido los lógicos avatares de este siglo de siglas, y de guerras, incluidas las civiles, y a este último respecto hay que recordar que si la España republicana encontró su mejor símbolo en el "Guernica" picassiano y demás obras modernas reunidas en su pabellón de la Exposición de París de 1937, la franquista, al año siguiente, hizo oficiar en Venecia a un Eugenio d’Ors que tuvo que conjuntar a noventayochistas que él mismo no respetaba, como Zuloaga o Gustavo de Maeztu, con ex vanguardistas como Pruna, aunque antes hubiera intentado contar precisamente... ¡con Picasso!
Los grandes años de la Bienal fueron los de la segunda posguerra mundial, con los premios a supervivientes de las vanguardias históricas, y también a artistas solitarios y secretos, como Morandi o Tobey. 1958 fue el año del sonado triunfo español, con Tàpies, Chillida, Millares, Saura y demás abstractos, comisariados por Luis González Robles. 1964 supuso la consagración del "pop art" norteamericano, en la figura de Rauschenberg, mientras dos años más tarde el triunfador fue un cinético, el argentino Julio Le Parc. En 1968 tocó, como en todas partes, la "contestation". En 1976, fecha clave en nuestra historia, el pabellón español escapó al control oficial, y fue obra -polémica, sobre todo dentro de la izquierda- de un equipo encabezado por Bozal y Llorens. Dos años más tarde, ya con UCD, nos representaron, entre otros, Nacho Criado y Juan Navarro Baldeweg.
Las bienales de Venecia que uno ha ido viendo no le han dejado una impresión inolvidable. El arte es materia volátil, que surge donde menos se espera, y no necesariamente a fecha fija. Visitando los sucesivos "Apertos", se puede llegar a la conclusión de que si efectivamente por ahí pasa "lo nuevo" -ahí vimos por vez primera un Damian Hirst-, sólo excepcionalmente se encuentra ahí "lo grande". En cuanto a los pabellones nacionales, lo que enseñan suele responder a componendas político-culturales locales. Hay ocasiones en que un país acierta, pero en la mayoría el tedio suele estar garantizado, por no hablar de cosas medianas, aunque "mediáticas", y estoy pensando en Francia, que nos ha ido ofreciendo creadores menores, como César, Raynaud o un videoartista cuyo nombre felizmente no retuve, o en el paradójico pabellón alemán con suelo destruido, de Hans Haacke, un especialista -en España también los tenemos- en producir arte "radical" a costa de los presupuestos públicos.
Tàpies, Brossa, Oteiza, Alfaro, Arroyo, Miralda, Carmen Calvo, Susana Solano, Cristina Iglesias, ahora Valdés, el ex Crónica, y Esther Ferrer, la ex Zaj... Nombres así ha llevado nuestro país, a lo largo de estos últimos años, a Venecia. Nombres importantes, que, por lo general, han hecho buen papel, aunque por mi parte echo de menos el que nunca haya recaído la nominación en alguno de los buenísimos pintores-pintores que hemos dado a la escena europea de los 80 y 90.
En la Bienal asistimos a menudo al espectáculo de una vanguardia que se muerde la cola. Me pareció saludable, en ese sentido, el que en 1995 se le diera la palabra a un "outsider", el polémico pero estimulante Jean Clair, cuya muestra sobre la figura en el arte de este siglo constituyó, siempre a mi modo de ver, un gran acontecimiento. Sin embargo, aquello no lo pudieron soportar los ortodoxos de este fin de siglo. Exit Jean Clair, que fue sustituido por el mucho más "correcto" Germano Celant, al que ahora sucede el brillante Harald Szeemann, que según parece ha querido poner el acento sobre el arte no-europeo, y, especialmente, sobre el chino, que cualquiera sabe.
Uno ha ido visitando las sucesivas bienales sin que le cambiaran la vida ni mucho ni poco, aunque le han proporcionado un montón de datos sociológicos, y, por supuesto, el conocimiento de otras cosas más sustanciales. Recordar ahora, como en un caleidoscopio sin fecha, algunos de esos momentos intensos, a veces completamente al margen del centro del acontecimiento. El pabellón norteamericano, el año que estuvo dedicado a Louise Bourgeois, y el encuentro en él, último encuentro, con un admirativo Pepe Espaliú. Un inmenso y despojado lienzo de John Cage, con el jardín "zen" del Ryoan-Ji como pretexto, en el museo de Peggy Guggenheim. La sala de la muestra figurativa de Jean Clair donde se yuxtaponían unos autorretratos de Bonnard y otros de Schünberg, y el pasillo en que dialogaban, con similar tensión, una cabeza de Medardo Rosso y otra de Brancusi. Los monumentales y esenciales cuadros de Federle, en el último pabellón suizo. El encuentro, en la exposición holandesa-flamenca del Palazzo Grassi, entre Mondrian y Saenredam, y en una de sus últimas salas, el extraño mundo gris de Luc Tuymans. En el mismo espacio, la minuciosa reconstrucción del fascinante, pero a la postre estéril, laberinto de objetos y papeles en que se perdió Duchamp. Una casa metálica de Lichtenstein como de Hergé, y unos letreros de Ruscha, en los Giardini. La emoción del Ernesto Halffter portugués, en la voz de María Orán. En una galería junto a la Piazza, unos mínimos cuadros y papeles de Antonio Calderara, abstractos y geométricos, aunque inspirados en lo real, y a los que en crónica desde allá califiqué en su momento de perfecto antídoto contra muchos de los excesos bienales...
Parodiando el final del poema de Manuel Machado sobre Andalucía, habría que añadir una vez más, pensando en tantos instantes vividos con motivo de la Bienal, pero fuera de ella, en la ciudad que Ezra Pound eligió como "stazione termini": "Y Venecia".