Primera palabra

El postismo, definitivamente

27 junio, 1999 02:00

El postismo, sin ser una vanguardia, fue algo más, se tituló "post" y acertó instintivamente. Se lanzó como la postrer vanguardia, jugando con la redondez y eternidad del tiempo lúdico en el acto creativo



La reciente lectura de un brillante y profundo libro publicado por la Universidad de Lérida y cuyo autor es Jaume Pont sobre la poesía de Carlos Edmundo de Ory, a la vez que la asistencia a un coloquio sobre el postismo en Barcelona, me mueve a escribir este artículo. ¿Por la consecutiva decantación del tiempo, el postismo se ha convertido en referencia imprescindible, cuando se trata del arte español del medio siglo en adelante? Lo justifican muchos hechos, que en su momento parecían carecer de importancia. Es curioso advertir que movimiento tan combatido por la opinión, fuera recibido hasta con cierta complacencia por Aleixandre y Cela, dos premios Nobel de muy diferente raigambre intelectual, saludado con apasionada curiosidad por poetas más jóvenes como Juan Eduardo Cirlot o como el entonces adolescente Pere Gimferrer y toda una tanda de personas hoy relevantes que consideran el postismo, por encima de su desgraciado avatar en la realidad cronológica, como un alto valor de referencia al hablar de nuestra evolución artística y literaria. ¿Para qué recordar que Arrabal y yo gozamos los efectos como de espoleta retardada que llevaba aquella curiosa propuesta de postmodernidad, antes del tiempo en que ésta se afirmase como necesaria definición?
Y es que el postismo sólo es un invento a medias, pues lo que de veras es, no es otra cosa que un descubrimiento de algo ya dado, pero no aclarado ni sistematizado como género y como base de un trabajo consciente. Un trabajo consciente sobre el inconsciente, lo que prueba su gran finura y agudeza, así como su modernidad de paso, pero con antecedentes preclaros en todas las épocas, países y ambientes en el barroco español, en Quevedo o en Góngora. Fue, pues, la desafiante rotura de amarras hacia la mayor libertad poética, aunque haciendo imprevisto pero feliz cuerpo con la forma. Descubrimiento dichoso y no invención oportunista inmotivada. Hubo, a causa del imponderable Eduardo Chicharro, como una proclividad científica del postismo -la ciencia no inventa, descubre- y fue casi contemporáneo postrero de las teorías musicales de Schüenberg, cuyo invento fue también descubrimiento de que la música existía bajo la voluntad y el cálculo de otras combinaciones, que no eran las usadas, pero profundizaban en el ser infinito de la música. Como en Shüenberg, en la poesía postista se crean pequeñas célu- las líricas ya resueltas, trenzadas y mezcladas sabiamente, y cuya densidad de sugerencia es superior a un lato y lineal discurso melódico, y en el que aparece como mágicamente un caleidoscopio del collage y la transparencia.
La brujería de la palabra y la locura dirigida no se practicaban por primera vez en el mundo con los postistas, pero el conocimiento loco y el entusiasmo, lo primaveral y furioso, lo retador y lo riente, sin los prejuicios de fondo ni forma establecidos y acatados con bobería, cortedad o estulticia, no se daba en España en aquellas penitenciales fechas de posguerra y pareció anacrónico. Nunca España -conservadora fatalista- tuvo vanguardias artísticas de este tipo, como afirma Cela, y entonces parecía mucho más ridículo, por tardío -en pleno triunfo del encenizado existencialismo- aquello que nos era más que necesario y tampoco era una vanguardia, sino una actitud que las superaba, cigarra de oro, retrocediendo mágicamente al origen llameante e intemporal de la poesía y de su musicalidad de fundamento. Cierto que se abrigó en el manto, todavía flamante, de las vanguardias, pero comprendió que ya expiraban y que el mundo se podía quedar sin estímulos de aquella especie, que fueran cada vez más abiertos, más expansivos y menos integristas. Por eso se proyectó de forma envolvente, asumiendo el pasado como vivero de una disposición alógica y acrónica del arte, lo que fastidió no poco al antilírico discurso existencialista, igual que podía fastidiarle a Franco y a su España sagrada. Se rechazó públicamente con verdadera cólera por una dictadura que sí era completamente anacrónica y segadora de libertades.
En el libro de Jaume Pont, el capítulo referente al postismo de Carlos Edmundo de Ory es revelador y descubre, a partir de tan acreditado venero cómo es su poesía, toda una secreta red de influencias que, como tela de araña invisible, alcanza muchos planos en el devenir evolutivo del arte y la literaratura españoles. Probado está el magisterio orientador de Chicharro -sin olvidar el que tuvo en la plástica, uno de cuyos resultados más sorprendentes ha sido la exposición póstuma de Lucio Muñoz- y suficientemente probado que premonizó el teatro del absurdo, de la forma radical que no llegó a practicar Jardiel y tan sólo en una ocación Mihura años después. No es para detenerse en tiquismiquis de quién fuese primero, pero el mundo de Ionesco o de Gombrowich yo hube de husmearlo muy pronto en pleno seno del postismo. La feliz idea o descubrimiento tuvo tácitos admisores que hemos descubierto o se han descubierto ellos mismos con el tiempo. Y casi cincuenta años después, el postismo ha mostrado su huella indeleble sin que a ello le fuerce hoy una proyección interesada y dependiente de un grupo de presión. Nada. Ha aflorado a la superficie como una semilla que fue portadora de vida, más que como cadáver exquisito para minorías. El postismo, sin ser una vanguardia, fue algo más, se tituló "post" y acertó instintivamente. Se lanzó como la postrer vanguardia, incluso la definitiva, jugando gratuita y generosamente con la redondez y eternidad del tiempo lúdico en el acto creativo.