Primera palabra

El humanismo de Joaquín Rodrigo

11 julio, 1999 02:00

No se ha profundizado en la original relación de la música de Rodrigo con el patrimonio musical español, bien recreando ambientes, bien a través de citas más o menos directas, hechas carne propia

Ahora que se ha vertido sobre las cenizas de Joaquín Rodrigo un torrente tan justificado de elogios, conviene recordar que no siempre fue así. Cuando yo era muy joven, y como joven muy radical, el arte rodriguero me parecía muy gustoso de oír, ¿a quién le amarga un dulce?, pero como de una época ya pasada. A mi ignorancia de muchas obras de Rodrigo, ignorancia que aún pervive en bastantes filarmónicos, se unía entonces una escasa atención acerca de las relaciones entre tradición y modernidad, algo presente en toda la historia de la música y especialmente en lo que a la música del siglo XX se refiere. Fue mi maestro Federico Sopeña, gran amigo y admirador de Rodrigo y su primer biógrafo, quien, pacientemente unas veces, con sus célebres cóleras otras, fue desvelándome estas cuestiones y, con partituras y grabaciones, con libros y charlas amistosas, me abrió a la realidad.
Muchos estudiosos, entre ellos el profesor Raymond Calcraft, han subrayado la conexión del arte rodriguero con la cultura histórica española, especialmente con la literaria y la pictórica, el "paisaje acústico" del que habló Gerardo Diego, otro de sus admiradores. Pero no se ha profundizado suficientemente en la original relación de la música de Rodrigo con el patrimonio musical español, bien recreando ambientes, bien a través de citas más o menos directas, convenientemente glosadas, variadas, hechas por tanto carne propia. En mi opinión, el término acuñado por el propio Rodrigo, refiriéndose a algunas de sus músicas, el de "neocasticismo", apenas si desflora el asunto y en cambio ha servido como coartada para la pereza investigadora y también para la envidia.
Esta evidente relación de las músicas rodrigueras con nuestro pasado histórico está originada por la época en la que nace a la música, la de "los retornos", el neoclasicismo que se impuso en toda la Europa de entreguerras. Y también, por una intuitiva comprensión del mensaje de Felipe Pedrell, el padre de nuestro nacionalismo musical, a través de la tardía pero fervorosa defensa del mismo por Manuel de Falla, el punto de referencia de toda la generación musical del 27 a la que Rodrigo cronológicamente pertenece. Este mensaje, en resumen, viene a defender que se es tan nacionalista partiendo de ideas musicales del folclore como de las obras cultas históricas presuntamente contaminadas por la tradición oral. Un somero vistazo a las primeras obras de Rodrigo, todavía en Valencia, desde ese pianístico "Homenaje a un viejo clavicordio", hoy descatalogado, a la "Zarabanda lejana" para guitarra, nos advierte claramente la tendencia, a la que Rodrigo ha permanecido fiel contra viento y marea a lo largo de toda su vida.
Un solo ejemplo, y escogido entre las obras menos interpretadas de su extenso catálogo, puede ilustrarnos sobre los sutiles matices tanto ideológicos como sonoros obtenidos por Rodrigo en carrera tan solitaria como sorprendente. Me refiero al "Concierto madrigal" para dos guitarras y orquesta, escrito en 1968 y estrenado en 1970. El título hace explícita referencia a un célebre madrigal renacentista del flamenco Jacques Arcadelt en el más puro estilo italiano, "O felici occhi miei", en el que el anónimo poeta recrea uno de los tópicos petrarquistas: Los ojos felices del amante contemplando a la amada, los de la amada desdeñosos con el amante (como el de Gutierre de Cetina puesto en música por Francisco Guerrero). Una de las fuentes que nos transmitió el madrigal es, precisamente, española, aunque en libro editado en Roma en 1553: el "Tratado de glosas" del toledano Diego Ortiz, joya de nuestro siglo XVI instrumental.
Pero hay aún más. Rodrigo traza una serie de bellísimas diferencias sobre el madrigal de Arcadelt-Ortiz, pero confrontándolo a un villancico español, "Pastorcito, tú que vienes". Es realmente una intuición genial, una auténtica lección de alta cultura por parte de quien ha sido tachado de mero recreador de casticismos. Se trata, como nos ha recordado en libro póstumo Don Pedro Sainz Rodríguez (me refiero a la "Historia de la crítica literaria en España"), de la tesis de Curtius, la de una España renaciente buena libadora de todo lo italiano pero que no renuncia a su tradición medieval. La tradición que Italia apenas había tenido, y que Francia comenzaba a desdeñar por esas mismas fechas. Es precisamente la tradición hispana de la mezcla de culturas, la del mestizaje fecundo, la que opera -como estudió magistralmente Fernando Chueca en sus "Invariantes castizos"- no por exclusión sino por adición.
No entro ni salgo en la tesis. Simplemente me limito, ayudado por tan buenos maestros, a recordar su existencia. Una manera de concebir España -no la única, por supuesto- que tantos literatos, artistas y pensadores han defendido y llevado a la praxis; la que, en música, ha sido una de las mejores bazas del arte de Joaquín Rodrigo.