Primera palabra

El árbol de la vida

9 enero, 2000 01:00

Existimos en condición de exilio, arrojados al mundo por no se sabe qué. Aquí las enseñanzas simbólicas de los relatos religiosos vienen prestos a nuestra ayuda, bien cotejados por los grandes poetas clásicos o modernos

Estas fiestas de Navidad y Epifanía nos arrojan siempre un reto a quienes hemos sido instruidos y adoctrinados en la religión cristiana. Las doctrinas y relatos que las sustentan no pueden dejarnos indiferentes, por mucho que quisiéramos que así fuera. Podemos pretender ignorarlas, o sentir fastidio y hastío con su sola evocación. Pero cabe también prestar oído atento a algunos de los misterios que encierra esa religión de nuestras primeras letras.

Existimos en condición de exilio, expulsados de no se sabe dónde, arrojados al mundo por no se sabe qué. Aquí las enseñanzas simbólicas de los relatos religiosos vienen prestos a nuestra ayuda, bien cotejados por los grandes poetas clásicos o modernos, los que nos hablan del paraíso perdido y de la expulsión del Edén, o de la verja cerrada, o del ángel con espada llameante que impide su penetración.

Y sin embargo algo nos llega a través de la memoria, del emisario de Hermes que produce los guiones de nuestros sueños, o mediante ciertas revelaciones súbitas, o epifanías inesperadas. Algo quizás instantáneo relativo a "lo que podía haber sido" (Eliot, Burnt Norton).

A veces se entreabre la puerta de la Rosaleda, la que nos pone en comunicación con "nuestro primer mundo". Se hacen presencia borrosa los habitantes del lejano y frondoso árbol de la Vida. Ese primer mundo matricial, situado en un pasado inmemorial, nos aparece, en verdadero Retorno de lo Mismo, como el presagio de un Futuro que quizás podemos imaginar como augurable.

Como si la vida fuese un corro en el cual a medida que envejecemos nos vamos aproximando más y más al principio, de manera que fin y comienzo revelasen su más estrecha imbricación. Nietzsche sugirió que en su tercera metamorfosis el camello (dócil y obediente a todas las leyes que soporta), convertido en león (liberador, rompedor), debía finalmente transfigurarse en Niño: Inocencia y olvido, un nuevo comienzo, un juego, una rueda que siempre gira y que se mueve por sí misma, un primer movimiento, un santo decir sí.

¿Cabe cierta ascensión, precaria y frágil, hacia ese Jardín de Rosas? ¿O que nuestra existencia, convertida ya en parábola simbólica, como todo lo perecedero, sea atraída irresistiblemente por la Matriz? Allí está escondido el arcano hacia el cual, a medida que envejecemos, nos acercamos; eso escondido que no está muy lejos, ni en Mesopotamia, ni en la emocionante Quëte de Gilgamesh, ni tampoco en el corazón de la selva selvaggia de Indianápolis, en pleno Condado de Raintrec, donde un viejo predicador protestante llamado Johnny Manzana esparció semillas de un árbol procedente del paraíso. Temas evocados en una pasable novela y algo convencional película que, sin embargo, dominó toda mi adolescencia, y que se llamaba El árbol de la vida.

El árbol de la vida está aquí mismo; hic Rhodus, hic salta. Hegel traduce esta frase: aquí está la Rosa; aquí hay que saltar. Aquí, aquí mismo, en cualquier parte y en mi propio enclave ciudadano. En mí mismo. Todo está aquí, a la espera de que sepamos escuchar esa música inaudible que baña de viviente irrealidad las frondosidades del jardín. Y al árbol de todos nuestros desvelos.

Los muertos nos muestran por todas partes sus mensajes y sus dones. Y hasta comparecen bajo el disfraz de mensajeros, como las Quejas personificadas de la Décima Elegía del Duino de Rilke que acompañan al joven más allá del último vallado. Puede entonces producirse, en ese viaje hacia el País del Dolor, el encuentro con la Esfinge y con la Quimera, quizás en la garganta del Valle de la Muerte, en parajes nuncios de infinito. Los muertos son para siempre, por toda la eternidad; son lo que son, lo que somos, lo que llegaremos a ser. Con ellos formamos desde siempre comunidad. Comunidad e intercambio.

En verdad ya nos hemos encontrado desde el comienzo con ese ser muerto que en algún radical sentido ya somos: con ese cadáver que nos acompaña, y que está enterrado en nuestro jardín, al que algún perro desaprensivo, amigo del hombre, husmea. O que espera, bajo la gastada tierra, su ambigua resurrección pascual (como en los párrafos finales de El entierro de los muertos de Eliot).

¿Rey pescador, Amfortas, Jesucristo, Adonis, Ossiris, Attis? ¿Es nuestra vida un relato sacrificial en el que se cumple el ciclo general de la larva y de la ninfa, de la crisálida y la mariposa de luz? ¿Es todo esto una angustiante y oscurecida espera? ¿Quizá la esperanza de que después del túnel de la vida nos aguarde alguna cristalina transparencia que bañe de colorido nuestra vidriera existencial? ¿Acaso el ingreso en un mundo onírico surreal en el que lo siempre ansiado, ratificado por la porfía del esfuerzo incansable, como en el verso casi final del Fausto, sea la garantía misma del rescate?

Hay acaso algún destello procedente del jardín en que se asienta, imponente, el árbol de nuestro anhelo. Nos llega la figuración instantánea de unos enigmáticos "niños tras el manzano", embriones de lo que quizá volvamos a ser una vez cumplido el ciclo del retorno.

El infierno de lo inhumano pudo ser la condición de que la existencia, perdida la inocencia al realizarse en el tiempo, quede indemnizada de su cuota de culpa, como la que evocó el viejo Anaximandro, a través de un retorno en el que todo vuelve a ser, o vuelve al ser. La inocencia perdida se trueca en complejidad vital. Y se transforma en el fruto dorado de la inteligencia animosa; esa que, según Aristóteles, "puede ser todas las cosas".
única antena que nos permite registrar las inaudibles voces del Jardín de Rosas. O percibir, cuando el cielo está despejado de nubes, las formas que resplandecen entre las frondosas ramas de ese árbol de la Vida siempre buscado, al tiempo que nuestra savia vital se va desparramando y perdiendo por el camino.