Primera palabra

Museos, ¿ruido o reflexión?

16 enero, 2000 01:00

La cultura del espectáculo, del ruido, es un dato de época, a aceptar como tal, sin ponernos demasiado apocalípticos, pero la tarea del artista, es, hoy como ayer, crear espacios de silencio

últimamente recibo folletos de museos, de centros de arte, de jornadas de arte, que no sé "leer", quiero decir, folletos cuya intención es ser de un lenguaje gráfico confuso, difuso, profuso, a tono con el "mensaje" al que sirven de envoltorio, que es el mensaje del "todo vale", de la cultura de lo juvenil como remedio a no se sabe qué.
Para bien y para mal, el Centro Georges Pompidou de París, que estos días reabre sus puertas, ha sido a lo largo de estos veinticinco últimos años el paradigma del museo-espectáculo. Su propia arquitectura, cuyo envejecimiento físico ha sido precisamente el que ha provocado la necesidad del remozamiento al fin culminado, simboliza su voluntad de intervenir llamativamente en la ciudad. Las primeras veces que visité ese navío futurista me resultaron un tanto molestos tanto el aire de hall de estación o de aeropuerto que tiene su espacio central como las aglomeraciones que en él se forman, y un tanto incómodas sus escaleras mecánicas entubadas y dando a un vacío vertiginoso. Luego me he ido acostumbrando, me he ido dando cuenta de que todo eso es compatible con el recogimiento, y he visto ahí excelentes exposiciones, y he participado en debates -las "revues parlées" del recordado Blaise Gautier- de alto nivel, y he sabido de la calidad de la programación de música contemporánea del IRCAM, creado por Pierre Boulez. He entendido que la parte espectacular era el tributo a pagar a la época, y que la capacidad de arrastre turístico del edificio era algo beneficioso, ya que atraía al mundo del arte moderno y contemporáneo a un público amplio, muy superior al que se sentía concernido por las austeras salas del viejo Musée d’Art Moderne del Trocadéro, aquellas salas cuyas altas ventanas le inspiraron a Elsworth Kelly un magnífico cuadro de 1949.

Cuando hoy las noticias en torno al Guggenheim-Bilbao hemos de buscarlas a menudo, en los diarios, en las páginas de sociedad debido a las visitas al mismo de ciertos actores, o más recientemente, a la presencia de ilustres moteros en torno suyo, empleados como reclamo de una exposición sobre vehículos de dos ruedas, hemos de concluir que estamos ante un nuevo paso en la dirección de lo espectacular. De nuevo el fenómeno tiene su lado negativo y su lado positivo. Uno no comparte la idea de que la moto sea, por mucha literatura que le echen, un fenómeno de alta cultura. Y a la vez, a la vista está que el museo que se ha permitido esa licencia está realizando un programa de exposiciones -Rauschenberg, Chillida, Helen Frankenthaler, Richard Serra, entre otros- de primera, y que está resultando fundamental como símbolo -símbolo de convivencia en paz- para la ciudad de Bilbao en particular, y para el País Vasco en general.

Entre los fenómenos que me llaman la atención últimamente está esa moda intelectual, que como siempre nos llega de los Estados Unidos -sólo por eso encuentro significativa la exposición de las motos-, de darle gran importancia a fenómenos procedentes de los medios de comunicación de masas. Se les da la palabra, en museos y centros de arte, a los disc-jockeys o a las estrellas de la canción o del baile. Queda muy "chic" reproducir, en "Artforum", una viñeta de los Simpson o un fotograma de película porno o el retrato de una cantante de moda. Ciertas exposiciones comprometidas tienen el aire de una almoneda, de un zoco, de un rastro o "flea market" neoyorquino.

Directamente relacionado con eso, y a propósito de esas exposiciones comprometidas, está ese otro fenómeno cultural, de mayor calado porque supone una (relativa) renovación del viejo discurso "gauchiste", que implica promover una cultura de las distintas marginalidades, y ahí está la proliferación de las exposiciones "de género", ese arte y ese discurso sobre el arte que ponen el acento de nuevo en los contenidos, ese nuevo realismo social promovido por los partidarios del compromiso y del arreglar el mundo y de la adjetivación: arte feminista, arte gay -recientemente encontré así catalogada, en internet, la poesía de Xavier Villaurrutia-, arte antirracista, arte antiviolento, arte ecologista, arte del Tercer Mundo, arte, en una palabra, políticamente correcto...

La cultura del espectáculo, del ruido, es un dato de época, a aceptar como tal, sin ponernos demasiado apocalípticos, pero la tarea del artista, y del "amateur" de arte, me parece que es, hoy como ayer, crear zonas, espacios de silencio, ese silencio necesario para que las obras auténticas -intemporales por definición: ver los impecables razonamientos de George Steiner al respecto- hablen, para que el gran arte -llámese Matisse o Klee, Tanguy o Morandi, Lichtenstein o Peter Halley, Mondrian o Helmut Federle- pueda ser contemplado como se merece. A mi modo de ver sigue estando a la orden del día la vieja idea moderna, vanguardista, de que las artes han de converger, articularse, contaminarse.

Los artistas plásticos tienen mucho que aprender, hoy como en 1913 -el año del Transiberiano-, o en 1924 -el año del "Manifeste du surréalisme"-, o en 1950 -el año en que cristaliza la Escuela de Nueva York-, de los poetas, de los narradores, de los músicos -incluidos los populares-, de los arquitectos. El programa de reinauguración del nuevo Pompidou parece que va por ahí, y promete cosas que a buen seguro merecerán la pena.
Como en la época de Walter Benjamin o de Siegfried Kracauer, la cultura de masas debe ser analizada, y puede, en ciertas manos, convertirse en gran arte. Pero no son el "todo vale" ni la confusión generalizada el camino. Intentemos, a la postre, conservar un cierto sentido de las proporciones, de la jerarquía, de lo que en los años 70 habríamos llamado las "especificidades". Que los disc-jockeys, cuyo trabajo en sí mismo, en su terreno, a sus horas, puede ser fantástico, no se conviertan en los nuevos árbitros de la elegancia por venir en el terreno de la pintura. Que las revistas de arte no entronicen el espectáculo de lo futil y lo epocal. Que el museo siga siendo considerado, con todas las modificaciones pertinentes, como un lugar de silencio y reflexión, y no de ruido y confusión. En definitiva, que el proyecto cultural que se trata de construir entre todos, en este incierto tránsito entre dos siglos, no sea el modelo "planta joven" de los grandes almacenes.