Primera palabra

Tiempo de olivos

27 febrero, 2000 01:00

Cuenta Saramago que antes de morir su abuelo quiso abrazarse a los árboles que le rodearon en vida. También el Nobel japonés Kenzaburo Oé tiene la costumbre de abrazarse a los árboles

Es tiempo de olivos, de olivares y olivareros. Hasta donde alcanza la vista se varean olivos, esos árboles y arbustos que inspiran al Nobel caribeño Walcott: "Tierra roja y cruda, los muñones de olivo, verde oliva y plata, atormentados olivos".
El rito, cavar olivos, estallar olivos, escamondar, limpiar olivos, varear, golpear olivos con varas de brezo. No veo que mis vecinos alcarreños obtengan grandes beneficios económicos de este trasiego, pero manda el respeto sacramental a la tierra, al sagrado olivo. "Hazme pobre en madera -dice el proverbio marroquí-, te haré rico en aceite. Acaríciame, no me pegues, si quieres otra vez mis frutos. Pódame mucho, abóname bien, si no deja que otro lo haga". Para Unamuno la línea divisoria pasaba por el río Loira: "Al sur de la frontera viven hombres pequeños y morenos que cocinan con aceite de oliva y son dioses. Al norte habitan hombres rubios que cocinan con mantequilla y son esquimales". ¿Cómo explicar esa sacralidad, esa carnalidad que une al olivarero con el árbol mágico, delicado, modesto y sublime?
Es más una civilización que un árbol, el árbol de los dioses. Una paloma llegó hasta el Arca de Noé con una rama de olivo en el pico. Fue el primer árbol que brotó tras la cólera de Dios, el primero que floreció para celebrar la alianza renovada del cielo y la tierra, el reino de la paz y el fin del diluvio. "El tiempo de la paz universal se acerca -escribe Shakespeare en "Antonio y Cleopatra"- para probar que ése será un día de prosperidad, todos los rincones mostrarán la rama de olivo".
No tiene el olivo la prestancia de la haya o la majestad del roble o el arce, sus frutos son menos espectaculares que los de la higuera o la paloma datilera, pero es alimento, perfume, ungöento para los más diversos males, para la salud y la belleza, para mantener el fuego del hogar. Ha sido el árbol pintado por Van Gogh o Renoir, cantado por Homero, por Sófocles hace veinticinco siglos: "Aquí crece un árbol bendito, ignorado en Asia, un árbol indomable, inmortal, alimento de nuestras vidas, el olivo de hojas de plata".
Es tiempo de cosecha. El humo de las fogatas se eleva sobre estos valles y cerros de la Alcarria. La luz es diáfana, el aire terso. Se escuchan las voces de los vareadores, sus risas, sus canciones. Para Federico los olivos "están cargados de gritos". Los hay que son contemporáneos de Cristo. Son ocho, que los he contado, los que se conservan en Jerusalén, en el monte de los Olivos. A los austriacos, tras su derrota ante Felipe V, se les ocurrió, además de destruir los edificios politicos y militares que hallaron a su paso, arrancar y quemar olivos. Tan sólo aquí, en Guadalajara arrancaron y quemaron más de seiscientos mil olivos.
Entre los olivos los cortijos blancos de Machado, sobre el olivar "hay un cielo hundido" de Hernández. Su color era el de los ojos de la diosa Atenea. Ha resistido destrucciones, siglos e invasiones. Se cuenta que volvió a florecer al día siguiente del incendio de Atenas por los persas. Cumplidos sus doce trabajos, Hércules se llevó en su carro plantas de olivo al Olimpo. En Getsemaní (que en hebreo significa almazara, molino de aceite) comenzó la Pasión. Con uno de estos árboles construyeron la cruz del Gólgota.
Añosos olivos, oscuros encinares, alamedas de chopos, "el galgo de los árboles" los llamaba Ortega y Gasset. Los árboles: hemos leído en Tagore que el árbol regala la madera para el asa del hacha que lo derribará un día. "Una flor quiere a veces ser un brazo potente, escribe Aleixandre, pero nunca veréis que un árbol quiera ser otra cosa". Cuenta Saramago que antes de morir su abuelo quiso abrazarse a los árboles que le rodearon en vida. También el Nobel japonés Kenzaburo Oé tiene la costumbre de abrazarse a los árboles. El autillo se echa a dormir en el hueco del olivo. ¿Será el pájaro preferido por el árbol mágico?. Un día le preguntaron a William Faulkner en qué clase de pájaro le gustaría reencarnarse: "En un águila ratonera -repuso el Nobel-. Nadie la odia, nadie la envidia, nadie la necesita. Nadie la molesta y come de todo". Baudelaire hubiera elegido el gato, como Hemingway, que reunió a decenas de ellos en Finca Vigia; Schiller el ruiseñor; Blake el tigre, como Borges; Allan Poe al cuervo; Colette la gata; Montale la abubilla; Shelley la alondra; Dickens el grillo; Rilke la pantera; Keats el ruiseñor.
El helenista francés Lacarriere ve en el olivo, del que han contado setecientas cincuenta y dos clases, el tributo "de la paciencia y la imaginación". Es el árbol de las tres generaciones: el abuelo lo planta, el hijo lo poda y el nieto recoge el fruto. No es sólo el árbol del tiempo, de los dioses, de la iniciación, de la sabiduría, sino el árbol de una luz que ilumina el mundo y la noche de los hombres. Uno se siente feliz, como en casa en la geografía del olivar. El olivo afinado por el viento evoca las siluetas de los gnomos o de faunos sorprendidos en plena metamorfosis. Hay que ver y palpar los inmortales olivos de Grecia, en Delfos, por ejemplo: una oleada de plata desciende hacia el mar. Le gusta al viajero sentarse al pie de los añosos olivos griegos para disfrutar de su sombra, para atrapar los secretos del paisaje, de los espíritus de la tierra, las vibraciones del suelo. Nos inspiran piedad, amor, devoción, hermandad. Más tarde llegará el aceite o la aceituna al martini seco de Luis Buñuel.