Primera palabra

Los libros memorables y el olvido

12 marzo, 2000 01:00

Los libros memorables son libros que por fortuna se olvidan, de modo que siempre podemos volver a ellos como quien llega por vez primera a una ciudad de la que sólo ha visto tarjetas postales

Por alguna razón que resultaría difícil precisar, los humanos solemos estar continuamente dispuestos a sostener no sólo opiniones sostenibles, sino incluso sospechas que no se tienen en pie de puro raquitismo metafísico. Para no ser menos que el resto de los humanos, me atrevería a sostener en público la sospecha de que los libros memorables no pueden recordarse.

Si alguien dice que recuerda un libro memorable, está cayendo, de entrada, en los abismos de la tautología, y a nadie le gusta caer tan bajo. A fin de cuentas, lo meritorio sería que alguien confesase que recuerda minuciosamente libros indignos de ser recordados y que, en cambio, ha olvidado por completo todos los libros memorables que ha leído a lo largo de su vida. (Incluso podría montar un circo para exhibir esa habilidad.) Yo mismo creo haber leído algunos libros memorables, pero no recuerdo ahora por qué lo eran, circunstancia que no me impide reconocer que se trataba de libros aceptablemente memorables; es decir, de libros hechos para el olvido, razón por la cual exigen una relectura. Como los libros memorables se olvidan enseguida, tenemos que volver a leerlos cada cierto tiempo, porque de ellos nos queda a lo sumo la visión vertiginosa de un fantasma de hermosas piernas, por así decirlo. Creo recordar, por ejemplo, que en los poemas de Baudelaire aparecen algunos gatos, gatos elásticos y diabólicos, y que una lánguida hechicera que arrastra su falda es comparada con un navío que se aleja. Creo recordar que, hacia el final de La Cartuja de Parma, Fabricio del Dongo sobrelleva ya su pasión de juventud como la bola de hierro de un condenado, con esas melancolías paradójicas que atormentan a los veteranos detractores del sexto mandamiento. En cierto poema de Pessoa, una muchacha mira pasar un Chevrolet que se dirige a Sintra y piensa que dentro de él va un príncipe, me parece. Si la memoria no me falla, Nabokov se refiere a Lolita Haze (Lo, Lola, Dolly, Dolores), o no sé si a una putilla adolescente y parisina, como "nínfula delincuente"; si la memoria no me falla, Humbert Humbert se define a sí mismo como "un oscuro pozo de monstruos" y, en algún momento, habla del "intenso sabor a infierno" que le deja no sé si la visión de una niña patinadora en el parque o la del sobaco de una pelirroja en el metro.

Los libros memorables no pueden ser memorables, aunque nunca podamos olvidarnos de ellos. Los libros se parecen demasiado a la esencia de la vida porque no se parecen casi nada a la mecánica de la vida, y en ellos no solemos buscar la rosa con espinas de nuestra cotidianidad, sino la exótica rosa de papel de la ficción, esa rosa artesanal que elabora en su caverna platónica un individuo (generalmente con gafas) que intenta ganarse la vida mediante la invención de unos arquetipos que sean capaces de sufrir, de amar hasta más allá de la muerte, de transformarse en espectros vengativos o de buscar obsesivamente, por mares infecundos o por valles neblinosos, un vellocino o un grial. Ojalá ande yo confundido, pero creo que la mente humana no está del todo capacitada para convertir en memorable una ficción… aunque sí para algo tal vez más grave: para confundir la ficción con la realidad -como le ocurrió, sin ir más lejos, al desdichado hidalgo de la Mancha, lector autista y lírico de las aventuras caballerescas de unos monigotes.

Los libros memorables no siempre son los mejores libros. Yo, por ejemplo, nunca podré olvidar, por mucho que viva, aquel libro de versos que me dio a leer, siendo yo adolescente, un poeta municipal y desgarrado. (Sus versos iniciales eran los siguientes: "Oh Dios, oh Dios, / ¿por qué los demás hombres no sufren como yo?"). Sin embargo, no logro recordar cuál era el color exacto de ese cielo que describe Albert Samain en un poema no diría yo que estrictamente memorable, pero sí que bastante más memorable que el brotado del demiurgo pasional de mi paisano.

Los libros memorables son libros que por fortuna se olvidan, de modo que siempre podemos volver a ellos como quien llega por vez primera a una ciudad de la que sólo ha visto algunas tarjetas postales: con una vaga sensación de familiaridad y con una nítida sensación de sorpresa. De los libros nos queda lo que nos queda en los dedos cuando atrapamos una mariposa. Los libros leídos se recuerdan como se recuerdan los cuerpos amados o el frescor de las aguas del mar: con la impresión de haber sido dueños de un espejismo que se manifestó en el pasado.

Creo recordar que he leído muchos libros memorables. En uno de esos libros, un muchacho vislumbraba el gran mundo de las duquesas a través del túnel de su hipocondría y de su insomnio. En otro de esos libros, un muchacho llegaba a Nueva York, entraba en un local de baile y procuraba falsear su edad para que le sirviesen alcohol. En otro, alguien contaba, con una asepsia de forense, la descomposición amorosa de unos personajes, similar a la descomposición de una fruta mordida. Recuerdo a tipos que navegaban tras una ballena blanca y a tipos que navegaban en busca de un tal Kurtz.

No sé, debo de haber leído muchos libros memorables, porque, ahora que lo pienso, estoy deseando olvidarlos del todo para ser de nuevo feliz, inigualablemente feliz, entre sus páginas.