Primera palabra

El catador de valores

19 marzo, 2000 01:00

Nadie puede paladear por otro la superioridad de la libertad frente al servilismo y el vasallaje. Nadie puede degustar por otro el sabor de la justicia. Nadie puede calibrar por otro la fuerza de la solidaridad

"Educar en valores" es uno de los proyectos compartidos por toda sociedad que se precie, y por eso se multiplican las jornadas, textos y cursos sobre el tema también en la nuestra. Qué son los valores, en cuáles importa educar y cómo educar en ellos son las preguntas constantes de unas y otros, y tratan de contestarlas los participantes en la medida de sus fuerzas, indicando con ello no sólo qué debería hacerse a través de la escuela, sino también a través del conjunto de la sociedad, a través de la familia, la vecindad, los medios de comunicación o la política, porque es responsabilidad de todos transmitir aquellos valores que compongan nuestro mejor legado.

Ocurre, sin embargo, que de las tres preguntas mencionadas no son las más peliagudas las dos primeras, sino la tercera, la que se refiere al modo en que los valores podrían ser transmitidos en la educación. Porque, a fin de cuentas, recopilar los valores éticos de una sociedad pluralista no es muy complicado, basta con recordar los tres de la Revolución Francesa y ampliar desde ellos el espectro, recurriendo a diversas tradiciones para aclarar su significado. Lo peor de todo es explicar cómo podemos educar en esos valores en una sociedad que abre un abismo, más que un trecho, entre el dicho y el hecho, que dice apreciar unos valores y, sin embargo, vive de otros en la existencia cotidiana.

De ahí que desde hace algún tiempo no se me alcance otro método más fecundo para transmitir valores éticos que el de iniciar a niños y adultos en los secretos de un largo proceso de degustación. Se aprende a apreciar los buenos valores degustándolos, igual que se aprende a valorar los buenos vinos catándolos.

Ayudan en un primer momento -qué duda cabe- esas tablas que el comprador encuentra en las bodegas, e incluso en los trenes, donde se indica al interesado qué añadas conviene pedir de cada tipo de vino para dar con el vino excelente, o al menos con el que ofrece una aceptable relación entre la calidad y el precio. De suerte que quien sólo desea pasar por entendido se aprende de memoria las consabidas tarjetitas y anda por el mundo deslumbrando a los inexpertos al pedir la cosecha del 95 ó del 96 del vino correspondiente. Mueve la copa al entregársela el camarero, huele el contenido, prueba un mínimo, chasquea la lengua, mueve la cabeza en sentido afirmativo, y queda la concurrencia ante su saber beber.

Que a lo mejor no es tanto y, si el encargado le da gato por liebre, ni siquiera lo percibe, porque conoce de memoria la tablita de las añadas, pero nunca aprendió a valorar por sí mismo el calibre del vino, nunca se inició en el proceso personal e intransferible de degustación.

Ocurre con los valores éticos, con la libertad, la igualdad, la solidaridad, la justicia, la integridad o la honradez, como con el vino. Que cualquiera puede saberse la tablita de memoria, a fuerza de oírla recitar hasta el aburrimiento a maestros, políticos, defensores verbales de los derechos humanos, execradores, igualmente verbales, de las insuficiencias del pensamiento único. En estos nuestros países democráticos no saberse de carrerilla los buenos valores es casi imposible, y esto es lo que permite a unos y otros chasquear con deleite la lengua al probar de ellos un mínimo tan mínimo que sólo es verbal, y mover después la cabeza afirmativamente asegurando que no son sólo buenos, sino óptimos, que ésos son los que deberían incorporarse urbi et orbi.
En éstas, regresa Pinochet a Chile gracias a un evidente pacto situado a mil leguas de los mejores valores, Mozambique cuenta sólo con cinco helicópteros y la "solidaridad" universal no estaba preparada, manejan los partidos políticos los asesinatos del País Vasco desde el comercio de los votos, y así un día y otro la urgente realidad nos sorprende en mantillas axiológicas, nos coge ayunos de valores. Sabiendo de memoria la tarjetita de las añadas, eso sí, pero sin haber iniciado personalmente el proceso de degustación.

Nadie puede paladear por otro la superioridad de la libertad frente al servilismo y el vasallaje. Nadie puede degustar por otro el sabor de la justicia. Nadie puede calibrar por otro la fuerza felicitante de la solidaridad. La cata de la integridad, del respeto y de la honradez es personal e intransferible, en su degustación no hay posibilidad de nombrar representantes, menos aún de nombrar comisiones.

Cuestan caros los buenos vinos, eso es cierto. Cuestan caros los buenos valores, también lo es, porque ninguno de ellos se encarna sin un largo esfuerzo, personal y compartido. Pero lo que vale, cuesta y, a diferencia de los vinos buenos, los buenos valores están al alcance de todas las fortunas vitales, sin excepción. Cualquier ser humano puede ser un excelente catador de valores y sólo cada uno de ellos puede serlo.