Primera palabra

El corazón de Sylvia

12 abril, 2000 02:00

En 1982 (en Estados Unidos y no en Inglaterra) Frances McCollough, con asesoramiento y permiso de Ted Hughes, publicó fragmentos de los diarios de Sylvia Plath. En ese libro Hughes reconocía haber destruido la parte final -seis meses- de los diarios de su ex mujer, por la muy puritana razón (relativamente ajena al carácter de Hughes) de que no quería que sus hijos -los hijos de ambos- leyeran aquello. Ted Hughes fue enormemente criticado por eso, así como por no haber aclarado bastante lo que dejaba sin publicar, qué cortaba o por qué cortaba... Quizás involuntariamente Hughes aumentó ese año el mito victimario de Plath.

Ahora los diarios aparecen enteros -salvo lo destruido, naturalmente- y el texto vuelve a reavivar las razones del mito Plath, construido por el feminismo, para convertir a la escritora en víctima del machismo (de su padre primero, de su marido después) hasta llegar a ser además, como dice su biógrafa Wagner-Martin, la americana en el exilio. La norteamericana a la que no entendieron...

El caso es que si el detonante del suicidio de Plath, al poco de cumplir 30 años, pudo ser la ruptura con Hughes, la consiguiente soledad en el duro invierno inglés, y quizás la íntima intelección de que no consiguió la aprobación de su marido/poeta, la tragedia de Sylvia Plath tanto tendría que ver con el feminismo (que Plath sintió menos que sus admiradoras, desando ser a veces una esposa ideal a la antigua) cuanto con el relativo malditismo de quien luchaba con un demonio interior adverso. Como vieron algunos psiquiatras y el propio Hughes en los poemas de Cartas de cumpleaños, la sombra del alemán Otto Plath -el padre de Sylvia- planeó toda su vida sobre ella de una manera dañina, pues llevó a la fragilidad de su hija a convulsiones y depresiones y finalmente al suicidio. La sombra del padre era para Sylvia la inexorable necesidad de la perfección. Ser la mejor a toda costa. Abolir su lado humano débil, para ser solo rigor, luz absoluta. Sylvia sintió esa inquietud como un demonio al que, dentro de sí misma, no lograba controlar. Y esa lucha típicamente nietzscheana es la real tragedia de la poetisa Plath, que escribe en su diario: "El demonio" -ese daimon suyo- "quiere humillarme". De ahí nacería la vindicación feminista.

El demonio de Sylvia -lo que torturaba su corazón, más frágil que el rigor- no era sino el machismo que le exigía un yo diferente, un yo a la imagen de unos hombres castradores. Dice en otro momento: "Yo tengo un yo que ama el cielo, las colinas, las ideas, los alimentos sabrosos, los colores brillantes..."

Ese lado de Plath es el que Hughes -en el último poema de Cartas de cumpleaños- llama su lado azul. El azul que Sylvia debió perseguir y que no encontró (o no tanto como necesitaba) porque su otro yo, el dominante según Hughes, era rojo. Ese color de sangre, púrpura y sacrificios aztecas, es el que Sylvia apodó su demonio (el que la hacía caer, temblar, odiarse, sentirse insegura, porque no lograba domarlo) y contra el que luchó creando, cuando quizás debió fusionarlo con el azul. Ese demonio rojo en el pálpito de un corazón azul, es el mismo que en las últimas páginas conservadas de su diario, lleva a Sylvia Plath a describir la enfermedad y la muerte de un vecino, Percy Key, en 1962, con la rara atracción de quien ve en lo oscuro y en lo trágico, su reflejo.

Plath puede ser obviamente reivindicada por el feminismo, porque aspiró a la libertad y a la independencia de su ser frágil. Pero ella-algunas páginas del diario lo demuestran muy bien- no siempre tuvo conciencia de luchar contra los hombres, sino que creyó que debía luchar contra una parte incontrolada y oscura de sí misma. ¿Eran los hombres ese demonio? Quizá Sylvia -como otros malditos, digamos el mismo Rimbaudno debió luchar contra su demonio, sino amarlo y entregarse a él. Entonces, probablemente, hubiera superado a Otto y a Ted. No pudo hacerlo. Tenía miedo. Siempre tembló. Los mitos se suelen sustentar en la tragedia. La de Sylvia Plath fue más compleja que el mero feminismo irredento. Que, por supuesto, también existió.