Image: El baile de la memoria

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Primera palabra

El baile de la memoria

6 septiembre, 2000 02:00

Cuando ya creíamos habernos liberado de las calumnias contra la memoria -ya saben, la inteligencia de los tontos-, comienza otra ofensiva con ínfulas tecnológicas. No hace falta saber, sino sólo saber conectarse a Internet. ¡Qué falsa, miope y malintencionada me parece esa afirmación!

De vuelta de vacaciones, atravieso tierras de pan llevar. O de pan llevado, porque la recolección terminó ya. El campo está envuelto en un polvo dorado. Las cosechadoras han soltado la paja en ordenadas filas que acebran de amarillo la llanura. Dejo resbalar la mirada por los rastrojos. Descanso. Parece que el paisaje lo hace todo, y que no soy más que un espejo recorriendo el camino. Notoria tontería, aunque la dijera Stendhal. No hay pasividad alguna en la mirada. Percibir es siempre ir más allá de lo dado, dar significado a los estímulos que recibimos, alumbrar nuevas posibilidades. Todo lo que vemos lo vemos desde la memoria. Y hay memorias sabias y memorias necias, memorias perezosas y memorias creadoras, que revelan mundos diferentes. Ya lo dijeron los griegos. Las Musas, protectoras de las artes, eran hijas de Mnemosyne, la memoria. ¡Qué gran sabiduría!

Necesitamos aprender muchas cosas para saber mirar. Mi generación aprendió a ver esta Castilla que atravieso en los escritores del noventa y ocho. Acabo de saber que se ha reeditado Las cosas del campo, un delicioso libro de José Antonio Muñoz Rojas, que me acercó al campo andaluz. Allí aprendí que la flor de la encina se llama "candela". Humilde luminaria que suaviza el áspero encinar. Paso cerca de Aranjuez y vuelve a sorprenderme su ilustrada arboleda. "El junquillo amarillo que os llevaron de Aranjuez creo que es del campo que sale primero que del jardín, aunque no huela tan bien", escribió Felipe II, ese ecologista avant la lettre, a sus hijas.

El violento resol hace brotar oros en los cañizos de las mieses segadas. Hace un par de años vi en París una exposición de cuadros de Van Gogh y de Millet, aquel interpretando a éste. Suavidad de cabellera rubia de muchacha rubia en la siega rubia de Millet. Vigor de hoguera con mil lenguas de fuego en la copia incendiada de Van Gogh. Ahora voy atravesando un cuadro de Van Gogh.

En fin, irremediablemente veo el paisaje a partir de la memoria. Y la memoria es, fundamentalmente, cultura. No es facultad conservadora, sino activísima. Es la facultad de descubrir la realidad a partir del recuerdo. Cultura es la creación de una memoria personal, que nos va a permitir dar sentido a las cosas, percibir más agudamente, comprender, sentir, seleccionar. Cuando ya creíamos habernos liberado de las calumnias contra la memoria -ya saben, la inteligencia de los tontos-, comienza otra ofensiva con ínfulas tecnológicas. No hace falta saber, sino sólo saber conectarse a Internet. ¡Qué falsa, miope e incluso malintencionada me parece esta afirmación! ¡Un burro conectado a Internet sigue siendo un burro! Sólo desde lo que hemos aprendido podemos seleccionar y comprender lo interesante.

La memoria tiene una lógica férrea de saltimbanqui. Adelanto a una muchacha rubia -todo es rubio en este atardecer estival- que pedalea en su bicicleta, al borde de la carretera, y recuerdo otro texto de Muñoz Rojas:

Entre los olmos, entre los vallados
entre ojos atónitos, por puentes,
exhalada, tu firme bicicleta.
No pesa el corazón de los veloces.


¡Qué bella expresión! Los teólogos medievales creyeron que la agilidad tenía que ser una de las características del cuerpo glorioso.¡Correrán sin cansarse!, era lo propio de los bienaventurados.

El viento en tus oídos te proclama,
única emperatriz de los ciclistas.
Te persigue, te pide los cabellos.
Tú se los das y te los va
peinando.

Sigo adelante, por la carretera y por la memoria. La agilidad es la materia con que está tejida la gracia, que es la belleza en movimiento, como dijo Schiller. Me han invitado a dar una conferencia en un Congreso de Danza. Me gustaría hacerlo, porque me divierte explicar que estudié filosofía porque quería ser coreógrafo. El recuerdo, otra vez. El baile -la música transformando la materia- fue la más profunda experiencia estética de mi juventud. Aún continúo pensando que es una maravillosa metáfora de la creación humana. Lo que hace el bailarín o la bailarina, que pasa horas en la barra para alcanzar después la ligereza, es transformar el esfuerzo en gracia. Maravilloso proyecto que puede trasponerse a grandes parcelas de la vida diaria. Al amor, por ejemplo, y a otros tipos de existencia creadora.

Pronto me abandonó mi vocación de coreógrafo. Me di cuenta de que en la filosofía, en el pensamiento, se daba la misma capacidad transfiguradora. Estudiar es el ejercicio de barra del intelectual. Caigo ahora en la cuenta de que he vuelto al comienzo del artículo. Lo que hace la inteligencia con la memoria es convertirla en ligereza, en danza, en gracia.

El verano, como la tarde, se va acabando. Empieza un nuevo curso. Este volandero artículo va dirigido a mis compañeros, a todos los profesores, coreógrafos de la memoria. Les deseo que ellos también, como los bailarines, puedan transformar su esfuerzo en gracia.