Image: Luces y sombras del premio Nobel

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Primera palabra

Luces y sombras del premio Nobel

3 octubre, 2001 02:00

De todos los galardones existentes, el Premio Nobel es sin duda el más prestigioso, el más anhelado y el de mayor repercusión internacional. Con un siglo de existencia mantiene intacto su prestigio, y, a pesar de que en algunas ocasiones su concesión haya provocado controversias, continúa rodeado de una aureola que el tiempo no ha hecho más que reforzar. El hecho de que su nacimiento se debiera a la voluntad de un hombre como Alfred Nobel, descubridor de la dinamita y de sus terribles efectos destructivos, añadía al gesto filantrópico de la creación un ingrediente romántico e idealista: daba la sensación de que se trataba de un gesto de arrepentimiento. Incluso coincidía con el motivo literario -ya existente, aunque su desarrollo vertiginoso sería posterior- del científico que, abrumado por los efectos nocivos de su descubrimiento, resuelve dedicar el resto de su vida a trabajar en beneficio de la humanidad.

A pesar de todo, la concesión de los premios, al menos en el caso de los literarios, reveló desde el primer momento numerosos titubeos y criterios sumamente erráticos y acomodaticios. El primero se concedió en 1901 a Sully Proudhomme, un poeta francés hoy muy olvidado y que no hacía olvidar precisamente las grandezas de Baudelaire y Verlaine. Sin duda el prestigio de Francia como "país literario" influyó mucho en la elección. Es comprensible que los miembros de la Academia sueca no quisieran comenzar premiando a un escritor sueco de magna obra, como Strindberg, ni, por razones obvias, a un noruego como Ibsen, ambos a muchos estados por encima de Proudhomme. Pero es incomprensible que olvidaran en aquel momento al mayor escritor europeo vivo: Leon Tolstoi, que murió en 1910 sin que la Academia sueca diera muestras de recordar su existencia. El prestigio estaba en Francia, y hasta muchos autores de la Rusia zarista se habían formado esencialmente en la cultura francesa y utilizaban a menudo el francés como lengua propia. En España teníamos a Galdós, autor ya entonces de una obra colosal, pero ¿quién tenía en cuenta a España como foco literario en 1901? Nunca supimos crear un sistema de publicidad cultural similar al francés, que convirtió la ciudad de Partís en el ombligo del mundo e hizo mirar con desdén toda manifestación artística -o de otra índole: moda, perfumes, gastronomía- que no hubiera recibido su baño lustral en las aguas del Sena.

Menos explicable resulta el criterio que determinó la concesión del premio al año siguiente, porque recayó en Theodor Mommsen, que no sólo era el historiador de Roma, sino, por así decir, un gran narrador de la historia; de ningún modo un escritor en el sentido moderno del término y de acuerdo con el entendimiento que se tiene de la literatura a partir del siglo XIX. Desde ese momento era evidente que podían producirse desvíos, concesiones en las que prevalecieran razones no rigurosamente estéticas. Tolstoi y Galdós continuaban vivos en 1904, cuando el Premio Nobel de literatura recayó, ex aequo, en Echegaray y Mistral. Al distinguir a Mistral quería premiarse a la Francia "interior", dialectal, por razones también políticas. En el caso de Echegaray corrieron entonces múltiples explicaciones susurradas y maledicencias de todo tipo, que sugerían incluso una compensación por parte del gobierno español en forma de compras abultadísimas de bacalao.

Como todos los premios, el Nobel tiene luces y sombras, aciertos indiscutibles y errores clamorosos. Fue de justicia, por ejemplo, premiar en 1929 a Thomas Mann, pero constituyó una lamentable decisión otorgar el premio de 1953 a Sir Winston Churchill "por su dominio de la descripción histórica" y "por la oratoria inteligente en la que defiende y exalta los valores humanos". Mucho tuvieron que cavilar los miembros de la Academia sueca para encontrar argumentos que sonasen a literarios y que pudieran justificar la concesión, cuando lo que se pretendía era premiar la dilatada trayectoria de un político cuya figura había impulsado a los aliados durante el conflicto de 1939-1945 y que en los años de la Guerra Fría había simbolizado como nadie la actitud de los vencedores en una Europa que lentamente iba rehaciéndose de la catástrofe.

La importancia de un país en el mundo ha sido también un factor decisivo. Así, Estados Unidos no tuvo premio Nobel de Literatura hasta 1930 (Sinclair Lewis), pero luego fueron acumulándose periódicamente: 1936 (Eugene O’Neill), 1938 (Pearl S. Buck), 1949 (Faulkner), etc. Y así hasta llegar a Toni Morrison, en la que se premió la pujanza del bloque llamado "afroamericano". Mientras tanto, Arthur Miller continuaba sin premio.

En España nos quedamos en un discreto lugar. Hay que alegrarse de lo conseguido, pero también deplorar con fundadas razones que no hayan tenido premio autores como Unamuno, Ortega -aunque sí el francés Bergson, no faltaba más-, Baroja o Valle-Inclán. Pero claro está que en este capítulo de lamentaciones casi todos los países podrían lamerse heridas análogas.