Lógica y lírica de Antoni Gaudí
por Daniel Giralt-Miracle
20 marzo, 2002 01:00Los modernistas no entendieron a Gaudí, los novecentistas le rechazaron, los vanguardistas simplemente le respetaron y ha habido que esperar el ocaso de la postmodernidad para que se produjera una aproximación al personaje más reflexiva y menos apasionada
Más de una vez me he preguntado porqué después de tantos años de ostracismo y casi menosprecio hacia la obra de Gaudí -especialmente en el mundo de la cultura-, ahora este arquitecto se ha transformado en un fenómeno social de primer orden, que no sólo atrae al turismo nacional e internacional, sino que propicia cursos universitarios, tesis doctorales, simposios, monografías, publicaciones, exposiciones, etc.Pocas figuras de nuestro arte han obtenido, en los últimos tiempos, un reconocimiento como éste, que no responde a un motivo único, porque son varios los factores que inciden en esta dinámica. El primero debe ser la distancia histórica. Los modernistas no entendieron a Gaudí, los novecentistas le rechazaron, los vanguardistas simplemente le respetaron y ha habido que esperar el ocaso de la postmodernidad para que se produjera una aproximación al personaje más reflexiva y menos apasionada. Hasta hace poco, por simple cronología, lo más fácil y tópico era situarle en la órbita del art nouveau, ya fuera en el contexto catalán, ya fuera en el europeo. Sin embargo, el paso de los años nos ha demostrado que la ambición, la creatividad y la intensidad del arte y la arquitectura gaudinianos van más allá de las aportaciones de Héctor Guimard, Víctor Horta, Henry van de Velde, Josef Hoffmann, Ch. R. Mackintosh o incluso de las de sus contemporáneos catalanes Lluís Domènech i Muntaner o Josep Puig i Cadafalch. En Gaudí coinciden un grado de ruptura respecto a la tradición histórica (neoclasicismos, neoarabismos, neomedievalismos, neobarroquismos, etc.), con una decidida voluntad de replantear el fondo y la forma de lo arquitectónico, siempre desde una dimensión estética y funcional, lo que le lleva a orientar su obra hacia lo que más tarde serían los ideales de las vanguardias, especialmente las arquitectónicas. Fueron Le Corbusier, Josep Lluís Sert, Walter Gropius, etc., quienes primero descubrieron que no todo en la obra de Gaudí es forma, que sus propuestas van más allá del ornamento y que lo que realmente le preocupaba es el espacio, la geometría, la estructura, la construcción, conceptos que Gaudí puso al servicio del arte, puesto que lo que perseguía era conseguir una obra de arte total. Por ello no sólo anticipó algunos postulados del movimiento moderno, el funcionalismo, el organicismo y el estructuralismo, sino que, en cierta manera, también fue expresionista, intuyó el surrealismo y, a su modo, empleó el collage, el object trouvée y la geometría de los cubistas. Y es que, en realidad, Gaudí fue también un auténtico precursor de la plástica no figurativa y de la escultura abstracta basada en el recorte de la plancha metálica que más tarde realizarían Pablo Gargallo y Julio González.
Pero quizá el origen de su magnetismo debemos buscarlo en sus propias palabras: "toda obra de arte debe ser seductora (en esto reside la universalidad, ya que atrae a todos, entendidos y profanos); cuando por una rebuscada originalidad se pierde la cualidad de la seducción, no se produce obra de arte". Setenta y seis años después de su muerte, esta afirmación nos demuestra la clarividencia de un arquitecto nacido en el siglo XIX y que realizó lo más creativo de su obra en el primer cuarto del siglo XX. Con esa combinación de arte y técnica, de innovación estructural y valentía ornamental, de pragmatismo y mística, Gaudí logró dotar a sus obras de aquella cualidad que caracteriza las pocas que alcanzan la trascendencia: la seducción. La obra de Gaudí se dirige directamente a los sentidos, es eminentemente sensorial, sólo hay que deambular por sus patios, acceder a sus sótanos, pasear por sus jardines, subir a sus azoteas o percibir la luminosidad de sus interiores y la intensidad de sus colores, para entender que no se limitaba a construir edificios, sino a crear unos espacios habitables, transitables, auténticos escenarios de la vida. Un objetivo, que se convertiría en una obsesión.
Si tratamos de razonar los porqués del éxito de Gaudí, o de lo que ya la revista "Time", en su último número, denomina la Gaudimanía, no podemos eludir la leyenda que le envuelve, ingrediente imprescindible para crear un mito. Los escasos datos que nos han llegado de su biografía, su reservada vida privada, su parca existencia, su admiración por las formas naturales, su enraizamiento en su país y su heterodoxa forma de entender la arquitectura, su enfático gusto por lo simbólico o su acendrada religiosidad han dado pie a un Gaudí fabulado que incluso algunos quieren beatificar. Por ello, si para algo debe servir la reflexión que quiere propiciar la celebración del 150 aniversario de su nacimiento es para despojarlo de todo aquello que sean lucubraciones infundadas y para sacar a la luz los elementos más tangibles de su obra, que, a mi entender, se centran en la maestría en el uso de los oficios, la capacidad de alternar la reflexión y la acción, una infatigable necesidad de investigar, el dominio de la geometría del espacio, el gusto por la construcción y la pasión por la arquitectura. Así, no debe extrañarnos que ya en 1926, en una nota necrológica, el lúcido crítico de arte y pintor Rafael Benet situara a Gaudí entre la lógica y la lírica, puesto que, efectivamente, estos fueron los dos polos de su fértil creatividad.