Primera palabra

Peripecias del espíritu

Mahler, Debussy, Gaudí

31 julio, 2002 02:00

Eugenio Trías

En la última década del diecinueve pudo presentirse un cambio de rumbo en los asuntos culturales. Del naturalismo estilo Zola o del positivismo de la ciencia se transitó a un reencuentro con la vida espiritual

Recordaba recientemente José Luis Molinuevo que todos los fines de siglo se caracterizan por la crisis: malestar de la cultura del fin de siglo anterior; grieta espiritual en el fin de siglo más próximo. De hecho ya en la última década del diecinueve pudo presentirse un cambio de rumbo en todos los asuntos culturales. Del naturalismo estilo Zola, o del positivismo y materialismo que de la ciencia parecía desprenderse en esos tiempos, se transitó de pronto a un reencuentro con todos los matices y movimientos de la vida anímica y espiritual.

En ese contexto se produjo, curiosamente, la recepción primera de Nietzsche (quien no ahorra la palabra espíritu a lo largo de su gran poema filosófico Así habló Zaratustra). El modernismo, que inicialmente designaba una célebre y sonada herejía del estrecho y pudibundo catolicismo finisecular, terminó invadiendo la decoración, los interiores, las fachadas y los proyectos arquitectónicos; por no hablar del mundo musical y de todas las artes escénicas y literarias.

El simbolismo era, así mismo, otro señuelo "espiritual" que conjuraba el más craso naturalismo (obsesionado con la herencia y el componente físico y racial). Baudelaire, Rimbaud, Mallarmé oficiaban de sumos sacerdotes. Eran los santos precursores, mártires de una época marcada por el más craso materialismo, que advertía en ellos el gran relevo.

Las mejores esencias de la nueva generación, una generación simbólica y espiritual, podían ser, en ópera, Pelléas y Mélisande, basado en un texto del ultradecadente Maeterlinck; o el hermoso texto de Mallarmé que suscitó la mágica partitura del Preludio a la siesta de un fauno (ambos del músico francés Claude Debussy).

En la cultura austrohúngara era la réplica ajustada del gran compositor galo el propio director de la orquesta de Viena, el judío Gustav Mahler, que a la vez clamaba con apremio y con urgencia al espíritu inspirador y creador, dando música al célebre himno medieval Veni creator spiritus. También Mahler, al estilo de su contemporáneo francés, se aficionaba a exotismos orientales, sólo que controlados con mano de hierro; daba la más hermosa de las músicas imaginables a La canción de la tierra, una chinoiserie de inspirados textos orientales algo manipulados por los traductores europeos.

El triunfo de la imaginación simbólica, guarida y albergue del espíritu, era coetánea a la música congelada en edificación, y en arte de la construcción, del genial catalán Antoni Gaudí, con su misticismo inundado de modernidad presentida y traspasada.

Tal síntesis de razón crítica e imaginación simbólica, simbiosis que en sí y por sí es lo que puede llamarse, con propiedad y rigor filosófico, espíritu, alcanzaba quizás en todas estas grandes figuras del arte de la transición entre dos siglos su más radical puesta a prueba. Pues igual que Antoni Gaudí también Gustav Mahler dejaba que resonase en su paleta orquestal toda la tradición clásica y romántica como rampa de lanzamiento de un desafío ultramoderno que trascendía a sus propios discípulos radicales, retándoles del modo más eficaz; y a través de una revolución silenciosa.

Y todo ello sin que la dureza del mensaje espiritual se entumeciera; de ahí el arsenal siniestro, ominoso, como sólo puede serlo el de la más auténtica infancia, que ese gran músico administró, a modo de personal de caja de Pandora: auténtica premonición de bríos militaristas, belicistas, que no tuvo ocasión de presenciar, pues murió de forma prematura, antes del comienzo de la Gran Guerra.

Pero queda el estremecedor testimonio de su evolución de la guerra de los treinta años, a través de esas canciones tremendas que desgarran la memoria y el corazón, Allí donde resuenan las hermosas trompetas, Toque de diana, El pequeño tambor, La canción del centinela nocturno. Por no hablar de los poemas de Röckert, especialmente los que este gran poeta dedicó a sus hijos muertos, a los que Mahler supo adaptar la más hermosa y melancólica de las músicas.

Algo semejante debe decirse del talante espiritual de Gaudí, salvadas las obvias y obligadas diferencias geográficas, étnicas, religiosas y profesionales. Su aventura artística y creadora supo aunar, de la manera más espontánea, el culto a la tradición con la más exigente modernidad. Como si las mejores esencias del descomunal siglo romántico y postrománico, con sus trasnochados historicismos, con su almanaque de todas las variedades posibles de resurgimientos ancestrales de las más exóticas formas de nuestra historia del arte, se uniesen de extraño modo con los adelantos y anticipos más arriesgados y audaces de lo que iba a ser, necesariamente, el siglo XX arquitectónico y artístico (marcado por la más exigente vanguardia).