Primera palabra

Crisis, qué crisis

por Juan Bonilla

6 febrero, 2003 01:00

Juan Bonilla

El naufragio estaba cantado. Cuando la palabra crisis sacude las conversaciones de nuestros cineastas, nunca se alcanza a dirimir si afecta a la calidad de las producciones o no. Se prefiere anestesiar el asunto

No hay que buscar otra palabra en el María Moliner para precisar las circunstancias del cine español: la palabra crisis define con exactitud lo que ocurre. Basta ojear distraído el famoso informe sobre cine nacional publicado recientemente: un negocio en el que 7 de cada 10 películas pierde dinero no es un negocio, sino un dislate. Pero las llamativas cifras que permiten alcanzar una conclusión tan nefasta, consiguen también ocultar el otro aspecto -el más importante- de esa crisis. Nadie parece estar interesado en relacionar esa crisis en la economía del negocio con una, a mi parecer, notable e importantísima crisis en la calidad del producto que se negocia. Lo que el informe no dice es que 9 de cada 10 películas españolas son pésimas, mediocres, defectuosas, y 5 de esas 9 son directamente impresentables.

Como tantas otras veces en el mundo del arte y la cultura, la culpa siempre es del otro, del consumidor, del Gobierno, de la meteorología, nunca del productor ni del artista. La crítica da ese tipo de facilidades: siempre satisface más a los intereses de uno atacar a otro que ponerse a parir a uno mismo, aunque sólo sea porque mediante esa gimnasia se libera uno de fantasmas y puede seguir viviendo en los parajes de la ficción que más le conviene, una ficción en la que la inocencia de uno y la culpabilidad del otro son la norma. Pero sin este movimiento de reflexión, es imposible tomarse en serio lo que pasa y es imposible exigir que lo tomen en serio a uno. Y lo que pasa es que durante años, el cine español se ha beneficiado de una protección excesiva que ha ido creando una ficción insostenible. Parecía, en temporadas pasadas, que aquí se estaba haciendo el mejor cine del mundo, y si echas la vista atrás y tratas de localizar el número de obras maestras que ratifique esa impresión ficticia, te asola la sensación de haber caído en una trampa publicitaria en la que el perfume que se nos vendía como elegante no era más que agöita sucia. Reconozco que soy uno de esos cientos de espectadores que hace unas temporadas permanecía atento a las novedades del cine español y acudía a las salas a comprobar si el crítico de turno tenía razón al proclamar el talento fabuloso del cineasta nativo y los prodigios interpretativos de nuestras nuevas estrellas. Salía prometiéndome a mí mismo no volver a confiar en las grandilocuentes pendejadas del crítico de turno. Todo eran sonrisas alrededor del cine español, soplaba viento bueno que hinchaba unas velas con apariencia formidable, pero pésimo tejido. En cuanto el viento insistió, comenzaron a abrírsele agujeros a esas velas.

El naufragio estaba cantado. Lo curioso es que cuando la palabra crisis sacude las conversaciones de nuestros cineastas, nunca se alcanza a dirimir si esa crisis afecta a la calidad de las producciones o no. Se prefiere anestesiar el asunto dirigiéndolo a lo poco que duran las películas españolas en las salas -lo que es cierto, aunque también es verdad que algunas duran demasiado porque ya es exagerado el hecho de que se estrenen-, las pocas salas que exhiben cine español, los pocos espectadores que esas salas acogen, la imprescindibilidad de una ley que obligue a un reparto generoso que proteja a nuestro cine contra el gigante de Hollywood.

Y yo con esa ley, por ejemplo, estaría de acuerdo siempre y cuando se exigiera en ella que en un número determinado de salas se proyectara cine de otros mundos que están en éste: no español por ser español, sino asiático o europeo o latinoamericano por ser cine necesario. Si algo ha de proteger la Autoridad, es lo sustantivo (el cine) antes que lo adjetivo (español). Da la impresión que nuestros quejumbrosos cineastas, en su papel de víctimas inocentes, recurren al primo de Zumosol porque siempre es menos enojoso emitir un S.O.S. que aprender a valérselas por uno mismo. ¿Hay crisis? Desde luego que sí, la hay, pero no porque lo griten los números y porque nuestros actores tengan que recurrir a las series de televisión para ganarse la vida, sino porque de entre las muchas producciones realizadas, sólo unas cuantas merecen ser vistas de nuevo (ahora sólo se me ocurre citar En Construcción, de Guerín, Solas, de Zambrano, El mar, de Villaronga, Tierra de Medem).

Hay crisis en el cine español, pero no porque el público haya abandonado las salas donde se proyectan películas españolas, sino porque por esta vez el público tiene razón en dejar de morder un anzuelo envenenado. Hay crisis, desde luego, pero no porque tantas producciones no recauden dinero suficiente para cubrir pérdidas, sino porque detrás de ellas no respira ningún atisbo de talento y necesidad. Hay crisis, entre otras cosas, porque a alguien como a Víctor Erice no le dejaron hacer una de esas películas que por sí solas salvarían una época, y en cambio otras cansadas firmas prestigiosas han podido realizar en estos años películas que no dicen nada, que no se recuerdan ya, que sólo son cifras de unas estadísticas que acentúan con la fuerza de las matemáticas la impresión de que la crisis que padece el cine español es más de talento que de otra cosa.