Primera palabra

La era de los manifiestos

por Juan Bonilla

15 mayo, 2003 02:00

Juan Bonilla

Los manifiestos actuales parecen redactados desde la convicción de que no van a cambiar nada, señalan el tamaño de una infamia, pero en sus exigencias yace camuflada la impotencia de quien sabe que el alcance de tales exigencias no pasa del plano simbólico

Hay una diferencia esencial entre los manifiestos que produjeron los viejos vanguardistas y los manifiestos firmados por una cabalgata de intelectuales que vemos hoy en la prensa: aquéllos pretendían cambiar el mundo, estaban escritos con la convicción unánime de que otra forma de vida era posible, y que incurrieran en algunos sabrosos disparates no los rescataba de ese afán primordial del que habían nacido. Los manifiestos actuales, sin embargo, parecen redactados desde la convicción de que no van a poder cambiar nada, alzan una voz de protesta, señalan el tamaño de una infamia, pero a la vez en sus exigencias yace camuflada la propia impotencia de quien sabe que el alcance de tales exigencias no pasa del plano simbólico.

Vuelve a sembrarse nuestro tiempo con la cuestión, largos años dormida, del compromiso de los intelectuales. Se multiplican los manifiestos exigentes o condenatorios: la patética Guerra de Liberación emprendida por Estados Unidos, con las risitas de Aznar apoyándola orgullosa de conseguir para nuestros empresarios jugosos contratos de reconstrucción, ha suscitado un espléndido movimiento ciudadano que ha exigido a nuestros intelectuales que no pierdan comba. Como en las cadenas de fichas de dominó en las que cada pieza tiene dos misiones, caerse y derrumbar a la que la sigue, cada manifiesto hacía necesario uno nuevo, pues situaciones injustas e infames hay de sobra y alzar la voz en un caso impelía a no callar en los otros. La situación en el País Vasco, sobre la que cayó durante largo tiempo el silencio hasta que Basta Ya decidió no conformarse con la situación, el macabro régimen de Fidel Castro en Cuba, han merecido sendos manifiestos firmados por decenas de intelectuales. Pero ¿si se condenan las penas de muerte cubanas, no tendríamos que poner en marcha un nuevo manifiesto condenando las penas de muerte en los Estados Unidos o en China, ese coloso comunista cuya opinión tanto parece respetarse? ¿Y para cuándo un manifiesto en el que se alce la voz contra le terrible tragedia de la inmigración en nuestro país? Compromiso es una palabra resbaladiza, aunque sólo sea porque durante años le cayó encima tanta baba que para toda una generación la convirtió en impracticable. Es cierto que a pesar de la ausencia de manifiestos en estos años, sí hubo intelectuales que no han cejado nunca de tomar partido, alzar la voz, sembrar de compromiso sus obras. El caso de Fernando Savater me parece ejemplar; también Juan Goytisolo, de la mano de la premiada Susan Sontag, se destacó hace años denunciando la destrucción de Sarajevo y el genocidio bosnio, y hoy mismo es de alabar la actividad de Magda Bandera con respecto a la situación en Irak. Sea como fuere parece evidente que donde más necesarios son estos gestos es en los lugares donde realizarlos supone un visible peligro a quien se atreve a hacerlos, allí donde los intelectuales saben que con esos gestos se juegan lo esencial (países como el Irak de Sadam, la Cuba de Castro o la Euskal-Herria de Ibarretxe, por ejemplo).

La palabra compromiso suele hacer migas con el verbo contraer (contraer compromiso, se dice), que significa empequeñecer. ¿Empequeñece el escritor que contrae compromisos civiles? Desde luego no tiene por qué si no confunde los dos términos precisos de la alianza y no pretende que se valore su obra literaria por su actitud cívica. Gabriel García Márquez puede ser un miserable por apoyar a alguien tan sanguinario como Castro, pero espero que eso no le quite un solo lector a alguna de sus obras maestras, de igual modo que no conozco caso alguno en el que mejore la obra de un escritor gracias a sus compromisos cívicos.

Sea como fuere, la abundancia de manifiestos es síntoma de que el descontento ante ciertos capítulos de la infamia, precisa canalizarse en textos que, ahorrándose los matices, arrojan a la vida pública una actitud de movilización plausible que, no lo olvidemos, ha sucedido a movilizaciones de particulares que, alzando esas pancartas que tanto detesta Aznar, ha ido gritando a los cuatro vientos verdades como puños que, en la Gran época de los Nombres Propios en la que vivimos, merecían firmas prestigiosas que las reforzaran.

Aquellos viejos manifiestos de los vanguardistas -y aun antes el hermosísimo Manifiesto del Partido Comunista- pretendían diseñar una vida nueva, cambiar las cosas, influir en la realidad a la que se dirigían con afán de cambiarle la cara. ¿Es eso posible hoy? Me temo que debemos conformarnos con levantar las voces o apilar palabras que pujen por poner en evidencia infamias e injusticias a sabiendas de que los infames no se darán por enterados. Aunque por debajo de esas voces supure una resignación que en el fondo sabe que decir y firmar "No a la Guerra", cuando esa Guerra estaba decidida en los despachos del Pentágono hace muchos meses, era como gritar "No a los Accidentes Aéreos". No hay más remedio que gritar, oponerse y luchar contra lo inevitable, aunque sólo sea para que no nos perdamos el respeto a nosotros mismos.