Primera palabra

Comala, peor que el infierno

por Fernando Aramburu

3 julio, 2003 02:00

Fernando Aramburu

Los muertos de Quevedo son hasta cierto punto divertidos; los de Rulfo somos nosotros. Y es que de Comala no se sale. Que se lo pregunten a Juan Preciado. Que me lo pregunten a mí o a cualquiera de los lectores innumerables que se aventuraron a entrar en el lugar

Hay sitios fundados por la literatura a los que uno vuelve por gusto de tanto en tanto y hay otros, de existencia igualmente dudosa fuera de los libros, a los que uno vuelve sin remedio. Apenas nos hemos adentrado en los primeros percibimos huellas de nuestras visitas anteriores. Uno las sigue alentado por una ilusión de reencuentro. Se conoce que la vida de cada cual lo mismo se afana por agarrarse a las fotografías y a los objetos usados tiempo atrás, estimuladores del recuerdo, que a ciertos libros leídos con fervor.

Yo viajo regularmente a San Petersburgo, donde jamás he estado, y subo al menos una vez por década desde una aldea de La Mancha hasta la playa de Barcelona, montado bien en rocín, bien en asno, según me dé, sin que falten ocasiones en las cuales cambio de montura por el camino. A dichos sitios y a Macondo, al gabinete de Henry Jekyll o al condado impronunciable de William Faulkner me lleva la certeza del deleite literario. Puede que en esa promesa de felicidad intervengan también algunas cosillas simplemente personales.

A Juan Rulfo me empuja sin embargo un viento serio que, si no fuera por el temor a parecer exagerado, llamaría maldición. Sabido es que ciertas obras permiten el ejercicio satisfactorio de la nostalgia. No creo concebible que un lector asiduo desconozca la dicha de recobrar retazos de infancia y juventud por medio de la relectura. Eso es más o menos lo que ocurre cuando uno se reembarca en la Española y participa desde su poltrona de lector en la travesía que le ha de proporcionar un doble tesoro: el de la isla memorable y el de la edad dorada de su propia biografía.

No hay, en cambio, ruta del retorno por donde encaminarse hasta Comala. Comala queda siempre por delante de la mirada, en el futuro negro que nos aguarda detrás del horizonte, donde comienza el baldío interminable. El pueblo de Rulfo representa la anulación de toda esperanza y, por consiguiente, de toda aventura. Los pobres vecinos de Comala no custodian tesoro alguno. Comala es el cementerio de los muertos sin descanso, del silencio que suena, de los murmullos pertinaces: un ataúd con callejuelas y casuchas donde cada cual tiene reservado un sitio para seguir sufriendo por los siglos de los siglos los mismos infortunios que acumuló en su existencia.

Yo también soy de los que de tiempo en tiempo cumplen en Comala con una especie de rito funeral. No me lo pide mi madre. A mí mi madre nunca me recomendaría, como a Juan Preciado la suya, ir a pedir cuentas al amo, mucho menos en un sitio inhóspito donde en cualquier momento le puede a uno acometer un pavor letal. Como de costumbre, coincido a la entrada del pueblo con Juan Preciado, que viene de palique con Abundio Martínez, el arriero. A nadie, que yo sepa, le fue nunca dado entrar en Comala sino en compañía de aquel vivo provisional y de este muerto.

No importa tampoco en qué época del año se enfrasque uno en la novela. A Comala sólo se puede llegar en la canícula, en tal extremo rigurosa que los vecinos del lugar, habituados a la calorina, cuando fallecen y bajan al infierno se ven en el trance de tener que volver a casa en busca de una cobija.

La hipérbole es una de las pocas púas cómicas de Pedro Páramo. Evoca las ocurrencias verbales de Quevedo, sus pesadillas pobladas de difuntos sensitivos que deambulan. A éstos, al contrario de los personajes de Juan Rulfo, les cabe el consuelo de saber adónde se dirigen y por qué. Están eximidos por completo de incertidumbre. Pecaron, tuvieron su juicio divino y ahora, útiles a la pericia chistosa del genio literario, desfilan en apretada muchedumbre por unas galerías irreales en dirección al escenario no menos irreal de su escarmiento. Los muertos de Quevedo son hasta cierto punto divertidos; los de Rulfo somos nosotros.

Y es que de Comala no se sale. Que se lo pregunten a Juan Preciado. Que me lo pregunten a mí o a cualquiera de los lectores innumerables que se aventuraron a entrar en el lugar. Ni siquiera los difuntos de su cementerio, que parlan de tumba a tumba, se hallan desvinculados de la realidad de los vivos. Son difuntos que sufren de soledad y remordimiento; que intercambian impresiones y se cuentan chismes; que monologan y se quejan; que oyen la lluvia y sienten el trapaleo de los caballos sobre la tierra. La muerte no sirvió para poner fin a su condición de desdichados. Murieron sin perdón; por eso no descansan. Siguen, por así decir, siendo sin poder ser otra cosa que la repetición incesante de lo que fueron. Les han vedado el fuego eterno, las calderas, cualquier forma de submundo donde tal vez pudieran resguardarse de la triste historia que dejaron atrás. Están, como nosotros más tarde o más temprano, castigados a permanecer en Comala, que es lo mismo que decir en el mundo, que es lo mismo que decir en el peor de los infiernos.