Primera palabra

La creación política

por José Antonio Marina

4 septiembre, 2003 02:00

José Antonio Marina

Hemos convertido la política en el lado feo de la vida social, y la cultura en el lado hermoso. Aquélla es un afrodisíaco para ambiciosos, ésta un licor suave para exquisitos. Ponemos en una orilla el ejercicio del poder, y en la otra el ejercicio de la creatividad. Claridad maniquea.

Un sol de justicia ajustició a París este verano. Pero hoy la ciudad aprovecha un dulce presentimiento de otoño. Escribo en el Café Procope que frecuentaron Robespierre, Danton, Marat, Napoleón, y otros enfebrecidos. He venido para recorrer los lugares de la Revolución francesa, y mientras escucho ecos perdidos en el Palais Royal, en la Conciergerie, en las diez mil habitaciones del palacio de Versalles, doy vueltas a un problema. ¿Fue una revolución cultural o una revolución política? Creo que esta pregunta no se puede contestar, porque se basa en una alternativa inexistente. Nos han entrenado muy bien en el arte cisoria, y nos tranquiliza dividir algo en partes, aunque al hacerlo el objeto se muera desangrado. Por ejemplo, hemos convertido la política en el lado feo de la vida social, y la cultura en el lado hermoso. Aquélla es un afrodisíaco para ambiciosos, ésta un licor suave para exquisitos. Ponemos en una orilla el ejercicio del poder, y en la otra el ejercicio de la creatividad. Claridad maniquea. Todo lo que veo y leo en estos días me convence de la puerilidad de tales divisiones. Los revolucionarios hablaban de la "efervescencia de los espíritus", de la "grandeza de vivir bajo las luces", de la "pedagogía revolucionaria", de la "necesidad de inventar nuevas palabras para expresar las nuevas ideas". Son citas de los diputados del 89. Convirtieron la construcción de la polis en la más brillante creación cultural, que englobaba todas las demás. Frente a la áspera naturaleza se erige la civilizada ciudad. Y entre ambas, como un interludio delicioso, el jardín. La naturaleza ilustrada.

Intento averiguar por qué extraños caminos intelectuales y cordiales aquellos diputados, por lo general conservadores y confusos, se convirtieron en revolucionarios. Quiero asistir a la revolución desde dentro. Así es como conviene enfrentarse a las obras culturales. La idea se la debo a Francisco Umbral, que es un ágil entomólogo intelectual. Caza las ideas al vuelo, como si fueran mariposas y luego las suelta, sin pincharlas en un muestrario, por una especie de fair play que le impide ser pedante. Un ser de lejanías contiene una convincente teoría de la literatura. En un arranque bergsoniano, la describe como el empeño de la lengua por explorar sus posibilidades. "La lengua elige a unos cuantos tipos para expresarse, para salvarse, para decir lo mucho que tiene que decir, para decirse a sí misma". La literatura es una experiencia, grande como un árbol, y sería fascinante historiarla desde dentro, asistir al ajetreado subir y bajar de savias y energías. De sabias energías. Presenciaríamos así, desde lo íntimo, la aparición de la metáfora, la pasmosa invención del subjuntivo, el encaje sonoro de la rima, el oleaje cadencioso del endecasílabo, la rígida aritmética del soneto. Si este relato fuera posible, contaría la historia de la inteligencia creadora desde dentro. Una vez sugerí a Umbral que escribiera esa narración, puesto que suya era la idea. Espero que su organismo deje de ser su enemigo y pueda hacerlo.

Lo que dice Umbral de la literatura puede aplicarse a la cultura entera. Sus manifestaciones son la lava enfriada de un volcán. Conviene acercarse al cráter para comprender esas enigmáticas formas coaguladas. A partir de ellas podemos descubrir la esencia humana, el volcán. ¿Qué es el hombre? Un ser que pinta, escribe, compone, canta, inventa cosas, imagina dioses. Sófocles detectaba en él una "furia constructora de ciudades". Es el creador incansable de la polis.

Conviene reconciliar la cultura y la política porque las falsas divisiones falsean el mundo. Existe una experiencia política como existe una experiencia poética o una experiencia religiosa. La polis, la sociedad, va desplegando las posibilidades de esa experiencia. Busca solución a sus problemas, formas de vida, modos de comprender al ser humano, caminos para amar o para odiarse, grandes instituciones que nos salvan. Me gustaría describir esa creatividad social, como me gustaría que Umbral describiera la creatividad lingöística. Así, tal vez, pudiera resolver el misterio que escandalizaba a George Steiner, y que también a mí me escandaliza, a saber: que la cultura exquisita no nos hace mejores personas.

Los economistas dicen que hemos entrado en la era del conocimiento, en la que es preciso inventar continuamente para sobrevivir, y que la riqueza de las naciones es la inteligencia. Me tomo en serio la afirmación. No podemos desperdiciar ese foco creador, pequeño o grande, que hay en cada uno de nosotros. Hay que poner el talento a trabajar. Socialmente estamos intoxicados de pereza, fanatismo y sopa boba.

Sobre el minúsculo velador en que escribo, disputando el inverosímil espacio con la cuartilla, tengo un librito de Condorcet, tal vez la figura más noble de la Revolución. Días antes de su muerte, mientras pretendía inútilmente ponerse a salvo de los jacobinos, redactó un estudio sobre el progreso de la humanidad. "El ser humano es infinitamente perfectible", pensaba. ¡Qué conmovedora confianza! A quinientos metros de aquí, en otro café famoso, el Flore, Sartre escribía: "No amamos al hombre por lo que es, sino por lo que puede ser". De salvar esa distancia debería encargarse la cultura y, en especial, la gran creación política.