Image: Belén Rueda, Closer, más cerca

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Primera palabra

Belén Rueda, Closer, más cerca

por Luis María Anson, de la Real Academia Española

1 febrero, 2007 01:00

Luis María Anson

La penúltima actriz cinematográfica que lo intentó ha sido la radiante Julia Roberts. Y fracasó. Pasar desde la pantalla, grande o pequeña, al teatro es dar un salto generalmente mortal. Son muy pocos los actores y actrices que lo han conseguido. El teatro es la verdad en la interpretación. No admite artificios ni efectos especiales. Sólo vale la autenticidad.

El cincuenta por ciento del óscar de Amenábar lo ganó Belén Rueda con una actuación memorable. No lo digo ahora. Lo escribí en su día. Así es que acudí al teatro Lara, expectante, para comprobar si la gran actriz de televisión y de cine era capaz de pasar la batería teatral. Al salir, cambié impresiones con José Sacristán, el mejor actor español, hoy, tras la retirada de Fernán Gómez. Estaba tan conmocionado como yo. Belén Rueda se muestra espléndida en un papel de extrema dificultad, lleno de veladuras, de matices, de contradicciones. La voz, el sosiego, la ira, la alegría, la profunda melancolía, el pesimismo, la desesperanza, el gesto, la contención, la medida, la expresión corporal, la sabiduría al escuchar, se adensan en una interpretación con escasos fallos, casi sin errores. Lidia Navarro acompaña con acierto a Belén Rueda. Sergio Mur y García Pérez están eficaces. Mariano Barroso dirige la comedia con mano sabia y altiva. Ha entendido la obra, el agrio mensaje de Marber, y mueve a los actores certeramente, tal y como exige el texto sutil e irónico, que brinca sobre el escenario del Lara, la querida "bombonera" revitalizada por Pablo Larguía.

El autor ha puesto un espejo delante de las relaciones amorosas en la vorágine de la gran ciudad, del Londres hipócrita y fascinador. El asfalto es la piel nueva de la civilización. Lejos la naturaleza, no hay ya, según Marber, grandes amores. Ni fidelidades eternas. Ni Romeos y Julietas. Ni amantes de Teruel. El amor en la sociedad urbana de hoy no es idílico sino inseguro, desencantado, menor. Todo vale. Se pasa de una mujer a otra, de un hombre a otro, de un polvo a otro, casi sin solución de continuidad. Se ama, se odia, se posee, se miente, se desengaña la pareja, se produce el desencanto. Y la soledad. Y vuelta a empezar. Unos se lían con otros, los otros con los unos. Los cuatro personajes de Closer recorren las respectivas camas con cínica volatilidad, con relaciones cambiantes, confundido el sexo y el amor. La egolatría, la inadaptación, la fugacidad, presiden las peripecias amorosas de un sector cada vez mayor de la sociedad contemporánea en las grandes ciudades. Es la consagración de la amoralidad. Marber sitúa al espectador ante la nueva realidad de las relaciones afectivas. Closer es una mirada honrada dirigida hacia un porcentaje cada vez más alto de cómo se produce el amor en la urbe moderna.

Con su calidad de gran actriz, Belén Rueda hace creíble desde la primera escena al personaje clave de la obra, Anna, a pesar de la cámara no muy profesional con la que trabaja. Alguna vez he destacado la luz adolescente que ilumina los últimos senderos del cuerpo de la actriz, la párvula cadera, los ojos minerales, la incomprensible piel. Belén Rueda es un chorro de sangre joven sobre la escena. Se adivina en algún fugaz ademán su miedo suburbial, el paisaje íntimo de la desmemoria. Le pesan los oros sombríos de su vida. Y le daña de verdad la insoportable levedad del ser. Ni siquiera sé si la desolación de su mirada es la de Anna o la suya propia. Imposible para mí despejar la incógnita. Sobre el escenario del Lara, Belén Rueda es la mujer deshabitada que intenta salir del pozo de los tiempos perdidos. Cuando habla, su palabra indoblegable y hembra, se oxida sobre el labio incandescente. La actriz se mueve en tablas como una sombra herida de candilejas y diablas.

Closer aparte, no olvidaré nunca aquella escena de la película de Amenábar, árbol adentro de Octavio Paz, en la que Belén Rueda, devastada sobre la arena de la playa, refleja en la expresión atroz de su rostro el desescombro de la vida, las rosas del amor tardío, las arrugas del otoño en la piel encanecida, la avidez de la ceniza. Los iconos de la imagen, los dioses de la palabra, le ciñeron entonces la cintura para recorrer con ella el camino de su voz encorvada, de sus pechos desobedientes, "de sus manos ojivales hechas para dar de comer a las estrellas".

Zigzag

Sergio Candel es un director de cine instalado en el filo de la última vanguardia. El verano pasado convocó a dos actrices, un cámara y un técnico de sonido. Se fueron los cuatro a la zona semidesértica del norte de Chile para rodar, sobre una idea argumental sin guión, Dos miradas, película de excepcional calidad artística que he disfrutado en un pase privado. Dos mujeres, tal vez bisexuales, viven la crisis de su amor lésbico que se resuelve tras una jornada de tensión absorbente. Los silencios, las luces, los paisajes abstractos, la palabra recental, los ojos oblicuos, el juego del gesto y el ademán, presiden el desarrollo cinematográfico de esta creación de Sergio Candel, que me ha sobrecogido. Xabier Iriondo y Fernando Aguirre, sobresalientes en la cámara y el sonido. Pilar Alonso, eficaz en su lesbianismo tórpido. Y Marta Larralde -la inolvidable protagonista de León y olvido, premios nacionales e internacionales a la mejor actriz- exhibe su fotogenia indomable y su turbadora calidad interpretativa.Un regalo, en fin, Dos miradas para el espectador más exigente.