Image: El rictus de la Gioconda

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Primera palabra

El rictus de la Gioconda

Luis María Anson, de la Real Academia Española

6 marzo, 2008 01:00

Luis María Anson, de la Real Academia Española

Pertenecí a las Juventudes Musicales Españolas, allá por los años cincuenta del siglo pasado. Asistíamos los domingos, en el Monumental, al concierto que aquellos que disponían de dinero escuchaban los viernes en el Palacio de la Música. Instalados en el vagón de tercera de nuestra cultura, sentíamos tal entusiasmo que hasta nos emocionaba Pierino Gamba. Todavía me acuerdo de la vehemencia de aquel muchacho dirigiendo un Scherezade de Rimski-Kórsakov. Desde muy jovencito tuve conciencia de que el melómano era un ser aparte, un enamorado que nunca decía: "Lo siento".

Fui jefe de redacción de la revista Aria y le hice una larga entrevista a Igor Stravinski. Todavía disfruto del prestigio que la melomanomanía de algunos me atribuye por haber estado con el genio ruso, adorado hoy en el altar de los más grandes. Es verdad que Stravinski, junto a Picasso, junto a Chaplin, junto a Le Corbusier, junto a Nijinski, junto a Klimt, se encuentra en el Olimpo del arte del siglo XX.

Gracias a un militar, el teniente general Castañón de Mena, que fue ministro del Ejército con el dictador Franco, se pudo desarrollar la Asociación Amigos de la ópera. Formé parte de aquel grupo entusiasta y asistíamos, en el Teatro de la Zarzuela, a representaciones más dignas de lo que ahora se quiere reconocer. Franco no acudió a ninguna ópera ni jamás pisó un teatro porque su pasión cultural se saciaba plenamente con las películas de Carmen Sevilla y con el " Oigo, patria, tu aflicción", de Bernardo López García, que recitaba con voz aflautada.

Mi amistad, en fin, con Antonio Fernández-Cid fue constante y profunda. Me encantaba asistir a los conciertos con él. Era un fuera de serie. Lo explicaba todo con sencillez y sabía más que nadie. Un día contaré de qué concierto nos escapamos en el descanso, aturdidos por el fragor de cierta música de vanguardia. Fernández-Cid colaboró conmigo, hasta su muerte, en el ABC verdadero, que dirigí durante quince años. Un día, de acuerdo con Salvador Pons, le hice la faena, para él inenarrable, de demostrar en un reportaje definitivo que en el Teatro Real concurrían las mejores condiciones para la ópera y que era absurdo dejarlo reducido a una sala de conciertos. Salvador Pons y yo, a pesar de las potentes personalidades que luchaban porque nada cambiase, ganamos la partida. Sin aquella campaña periodística, el Real sería hoy una sala de conciertos.

Paloma O'Shea, que es la conciencia musical española, me incorporó hace años al patronato de la Fundación Albéniz y la Escuela Reina Sofía, lo que me permite conservar una relación privilegiada con el mundo de la música.

Así es que, cuando me desprendo de mis actuales agobios digitales, me voy a disfrutar de la ópera. A pesar de que la programación no está a la altura ni de Madrid ni de la categoría del Real, la verdad es que vale la pena recluirse durante unas horas en el gran Teatro para escuchar y ver ópera. La programación, en todo caso, hay que reconocerlo, ha mejorado. Ha pasado de pésima a mediocre. Gregorio Marañón, la mano izquierda más sabia de la vida española, tiene una tarea ingente por delante.

Estuve, claro es, en La Gioconda. Coincido, en gran parte al menos, con las críticas serias: se trata sin excesos, de una eficaz representación. Nada fue sobresaliente pero nada desdeñable. Falló, a mi juicio, en algunos momentos, la dirección escénica. Mover a más de cien personas no es tarea fácil. Hubiera sido mejor embridar un poco más a coros y a figurantes. El desorden escénico fue el rictus de esta Gioconda, en la que brilla la espectacular Danza de las horas, los bailarines, ángel Corella y Letizia Giuliani in púribus, los violines y maderas pelándose airosamente. La música de Amilcare Ponchielli me sonó mejor que nunca, tal vez porque orquesta y dirección no tuvieron un fallo, a pesar del foso absurdamente reducido que impide distribuir de forma adecuada a cuerdas, vientos y percusiones. La ópera, en fin, sigue siendo el espectáculo completo. Aduna la música, el canto, el teatro, la literatura, las artes plásticas… Ni internet ni medios audiovisuales ni deportes de masas han conseguido disminuir ni menoscabar el tirón operístico que sacude el mundo cultural. l

Malena Alterio no está tan mal como dice la gente. Es verdad que sobreactúa, que apenas escucha, que se mueve vacilante, pero su interpretación es discreta. Yo no la desdeño. No puede con Emma Suárez a la que sigo desde que empezó. Algo desdibujada en Tío Vania, he asistido a actuaciones memorables suyas en cine y en teatro. No he olvidado su Negro seco, hace ya veinte años con una colosal Laura Cepeda, ni La Chunga ni Las criadas, su éxito estelar en la escena, por poner tres ejemplos teatrales. Lo mejor de este Tío Vania es, sin duda, la impresionante escenografía de Max Glaenzel y Estel Cristiá. La dirección y la interpretación, en líneas generales, bien sin excesos. La obra está todavía despierta. No me hizo olvidar la que interpretó Ana Belén hace unos treinta años.