Carta a mi mujer
Francisco Umbral
6 marzo, 2008 01:00Francisco Umbral y María España. Foto: Archivo
El coche viejo, quiero decir, amor, ya me entiendes, el viejo, el citroen GS, ya sé que esta palabra, citroen, se escribe con diéresis en la e, debe ser alemana, diéresis o crema, nos decían en la escuela, qué risa, cómo nos reíamos, diéresis o crema, una palabra tan difícil y otra tan graciosa, pero como a lo mejor lo escribo muchas veces, aquí, citroen me refiero, y no quiero cansarme poniendo diéresis o crema cada vez, todas las veces, lo dejaremos así, castellanizado, el coche viejo, quiero decir, amor, tú ya me entiendes, el viejo, o sea el citroen GS (luego salieron otros citroen mejores, a ver, cada año un modelo nuevo, para que la gente siga consumiendo: lo mismo pasa con mis máquinas de afeitar philis), el citroen GS, como sabes, lo trajimos el otro día de Madrid, que llevaba varios meses aparcado en la calle, que no le daban plaza en el garaje, abollado, con una puerta desajustada, como una barcaza en la que hemos cruzado el anchuroso río de diez años o así. Yo te lo había dicho, vamos a llevarnos el GS al campo, allí lo guardamos y cuando quieras lo sacas y lo arreglas, ¿te acuerdas que te lo había dicho?, y la otra tarde, viniendo de Madrid en el GS, crema y negro, con tapicería azul, todo secretamente desencajado, secretamente rasgado sin desgarraduras demasiado visibles, yo vi estos diez últimos años de nuestra vida, que tiene siglos (y eso lo sabes y lo sientes y lo dueles igual que yo), en este nuestro primer y fastuoso coche. Cuando lo compramos, me acuerdo, en la casa central de la citroen en Madrid, por Doctor Esquerdo o así, había niños provisionales y amigos confusos, y recuerdo también que llevé el dinero en dinero y lo estuvimos contando con la señorita, que era como comprar un rebaño de mulas, que ahora la gente, ya lo sabes, paga estas cosas, los coches y todo esto, mediante tarjetas, créditos, transferencias y líos. El dinero ha desaparecido del mundo, porque todos nos avergonzamos un poco de él (qué conclusión tan moralista y necia), se está perdiendo el tacto sucio y grato de los billetes, como la humanidad perdió el tacto solar del oro y el tacto frío de la plata. El dinero empezó siendo una abstracción materializada, nunca ha sido otra cosa, y ahora desaparecen todas sus corporalizaciones y vuelve a ser eso, un concepto, una tarjeta y una firma. Ya no se ve el dinero y hasta empieza a resultar obsceno, ahora que tenía su pátina de millonarios y pescaderas. Sabes que yo, amor, sigo pagando en dinero, en billetes. Lo que quería decir es que compramos aquel coche, este coche, el viejo, el citroen GS, con tanta ilusión, lo estrenamos con tanta alegría, viajamos en él niños muertos y vivísimas niñas de oro negro, y tus manos pequeñas, amor, aún eran inseguras sobre aquel enorme volante negro de autobús. Eras como un niño pilotando un crucero. Y algún golpe nos dimos, ya te acuerdas. Bueno, pues ya no hay nadie, ya no hay gente, ya no hay niños ni niñas, nos cambiamos de coche, este que llevas ahora, como más afilado hacia la muerte, "no, el citroen lo uso para el trabajo", me decías, hasta que empezaste a dejarlo en el garaje, y luego te dijeron que en el garaje no había sitio para dos coches, y entonces lo aparcaste en la calle en batería, y allí ha estado meses y meses. Qué coche inaugural, el que compramos, y qué muerte la suya, o qué abandono, diez años más tarde, más o menos, ni siquiera lo veíamos entre los otros coches de la calle, como si no fuera nuestro. "Pues todavía corre, no te creas, habría que hacerle revisión total", me decías en la venida.A nosotros, pensaba yo, habría que hacernos revisión total. Ahora el coche está aquí, en el garaje, junto al otro, junto al nuevo, o solo, me parece que ya no lo vas a sacar nunca, amor, y son diez años, o más, de nuestras vidas -¿de nuestra vida, se puede decir en singular, tiene este singular alguna realidad?-, diez años navegando con buen motor y sin demasiada esperanza por este coche, que ayer era elegante y hoy tiene algo de barcaza desguazada, se te calaba mucho, amor (yo diría que nunca has sido muy buena conductora), se te calaba como si realmente estuviéramos haciendo con él la travesía oceánica o amazónica de estos diez años que nos han traído de la penúltima juventud a la última o primera vejez (hablo de mí).
Tiene ya algo el citroen GS, si te fijas, de aquellas barcazas en que remábamos por el Pisuerga, en otro siglo, en otra vida, en otra estampa. Y lo hemos traído aquí, sin saberlo o sin quererlo, sin decírnoslo, amor, o sin pensarlo, como a una vieja bestia doméstica y querida para que muera. Alguien escribió que nuestras cosas nos sobreviven. ¿Y cuando es al contrario, cuando sobrevivimos a las cosas, cuando asistimos a su agonía de chatarra y respiro final de gasolina, cuando vamos muriendo un poco en las cosas nuestras que se mueren, siquiera sea de abandono, tan cuajadas de tiempo? De la muerte de los animales queridos ni siquiera te voy a hablar. Es obvio el perro o el gato que muere en nosotros cuando morimos perro o gato, cuando un gato o un perro se nos mueren. Pero el viejo citroen, pero el viejo GS, que cifra ya una época difícil y enlagunada de nuestras vidas. No tendría más que levantarme de la máquina, ir al garaje y mirarlo una vez más. Pero eso sería deliberado. El citroen GS en la calle, agonizante al sol. Me consuela y entristece saberlo en la penumbra del garaje, con sus abolladuras de barcaza que no encaja.
El magnolio de mi ventana ha dado una magnolia. Realmente, entre las puntas del magnolio hay ahora una magnolia, abierta como un farol, que recuerda un poco a los faroles que le ponían a la Virgen de Fátima y a otras de aquellas flores de cristal. La religión no ha hecho que naciese la belleza del mundo para facturárnosla, prefabricado en el cielo, Pero mi ventana tiene una magnolia, al extremo de una rama. El primer día (ya van tres días o así), la magnolia empezaba a ser un glande que se descapullaba o una mujer que se desnuda; el segundo día era ya magnolia total, desde la ventana, como una monja blanca y obscena, joven y en camisón. Y al tercer día, la magnolia era una ceniza marrón y recordaba vagamente la estructura de una magnolia.
Resurrecciones, transubstanciaciones, asunciones, todos los días en el magnolio. Me pongo inevitablemente elegíaco mirando por la ventana, pero, visto el magnolio en el totalidad, es como un convento de monjas jóvenes redondeadas, de carmelitas (si es que las carmelitas van de blanco), cada una en su celda de luz, en la punta de su rama, como esa punta de rama del árbol del convento que es una celda femenina.
Monjas impúdicas y perfumantes, las magnolias duran poco, dentro de la poquedad de las flores, enseguida se quitan el camisón de un blanco espeso, lechoso y casi amarillento, para abrasar su cuerpo en ese infierno exterior que es el sol, que las deja en ceniza. Por ahora, el magnolio/ convento, bienoliente y pleno, con un aroma que no deja de ser conventual, femenino, sensual, aparece poblado de vírgenes mínimas y lúbricas, enjambre de vocaciones, antología de muertes y de muertas.
El coche, el viejo coche, cuando estaba aquí, los veranos, alguna vez lo cogía la niña Agosto (le puse Agosto porque siempre venía por agosto), se metía en él desnuda, ¿adónde vamos, tío?, y sus pies de galleta pulsaban con sabiduría prematura el órgano de la velocidad y el paisaje. Conducía Agosto muy elegantemente, no era de esas mujeres que se echan sobre el volante, que lo aferran, que lo ponen rígido. Era una adolescente relajada conduciendo el citroen GS, llevando con facilidad aquel coche difícil, llevando con ligereza este coche pesado, y recuerdo aquellos paseos por veranos que ya entonces eran antiguos, la malicia infantil y morena de su risa, una luz que había en sus ojos oscuros y que no era luz, sino velocidad, esa manera que tienen los muy jóvenes de beberse la velocidad con los ojos.
Yo me dejaba llevar, claro.
Yo disfrutaba de aquel viaje hacia ninguna parte, de aquella huida de nada y hacia nada, y estaba atento, más que a la escenografía luminosa del crepúsculo (estas escapadas solían ser al atardecer), al cuerpo de la muchacha, de la niña, moreno y ágil, delgado y firme, con momentos infantiles de la carne, todavía, sólo un poco desbaratado en las manos, anchas y con las uñas comidas: la colonización de su persona por la mujer adulta y venidera aún no había llegado a las manos. En estos paseos (escasos) comprendí cómo la velocidad es una épica juvenil y el verano es un cielo que desciende sobre los muy jóvenes. Contra lo que dicen las religiones, la edad (la muerte) no nos va acercando al cielo, sino distanciándonos de él para siempre. La edad sólo acerca a la tierra. De vuelta del viaje, el citroen GS entraba en el garaje, cómplice de nada, niquelado de alegría y velocidad por una hora, otra vez joven. Pero allí se quedaba, en sombra, olvidado por Agosto, bebiendo o destilando el aceite pesado y sucio de su muerte.
Te lo dije, mi niña, amor, ya te lo dije, no me gusta que poden los sauces, no me gusta que poden los sauces. En realidad, no me gusta que poden nada. Quiero un jardín salvaje, no sé si por deformación romántica o por gusto de dejar a la naturaleza con sus imaginaciones. Pero un día, un noviembre, vino noviembre con su hacha, inevitablemente. Los sauces, los gigantescos sauces, eran un bosque del cielo, una masa de verdor y luz que ponía oscilación en el universo, estatura en el jardín y gracia en el día. Lo dijo una vez una visitante:
-Me estaría horas mirándolos…
Casi puede decirse que compré esta casa, este jardín, estos dos mil metros de césped e imaginación, por los sauces. Sentado en el porche, sumergido en la piscina, tú lo sabes, amor, yo miraba los sauces, su ondear en el cielo, la masa movible de su verdor, y esto serenaba mi vida, esto era el porvenir al fin ante los ojos.
Sus ramas de crecimiento inverso caían hasta el césped, y yo, en mis paseos solitarios por el jardín, a veces me quitaba las gafas y apretaba la cara, siempre febril, contra el llanto alegre, fresco y verde de los sauces, contra su rosario matinal de hojas, respirando aquel flujo claro que primero subía al cielo, para mojarse en sus aguas, y luego descendía para mi consuelo.
Vino noviembre con su hacha torpe, vino contra mi voluntad, con su cara de pobre y su ceño quebrado, y se encargaba de podar los sauces. Yo estaba de viaje y, cuando volví, un solar de cielo, inmenso y soso, se manifestaba por encima de los muñones geométricos de la poda. Lloré todo un domingo. Los jardineros, los leñadores amigos, tú misma, amor, me decíais que tenía que ser así, tú no sabes nada de árboles.
Es verdad, yo no sé nada de árboles, tuve que esperar a los cuarenta años para oler una rosa que no fuese literaria, pero yo sé de hombres, he sabido siempre, es una cosa que enseña la vida -¿sabes?-, o que le enseña uno a la vida, y un árbol es un hombre, a mí no me cabe ninguna duda. Yo sé cuándo han herido de muerte a un hombre o a un árbol. Un árbol, en mi vida, no es más que un hombre tardío. Los árboles son unos hombres que he descubierto tarde, unos amigos fijos y fieles, grandiosos. Uno, entre los árboles -ya me entiendes, amor-, siente que ha perdido la vida entre los hombres. Con mi "humanismo" del árbol, por decirlo lo más pedante posible, adiviné que aquella poda había sido una tala. He visto talar muchos hombres en esta vida, niña, tú qué sabes, o sí que lo sabes. No se poda un árbol horizontalmente. La poda es lateral, espiral, suave. Lo que hizo aquel noviembre, con su escarapela de gallo maligno y su hacha hostil, fue matarnos los sauces, y lo mismo los del bosquecillo posterior de la casa, amor. Todavía crees en la humanidad y sólo has aprendido a desconfiar de mí.
Para el año que viene, ya verá usted qué hermosura, me decían. Pero yo soy el dueño de las palabras y sé cuando las palabras son sólo ruido. Los sauces estuvieron enfermos desde entonces (todos, y eran bastantes), hasta que al fin se han secado y muerto. He visto alguno con el tronco cortado en rodajas, y he tenido que mirar para otro lado. Estaba junto al invernadero. No necesito decirte, amor, que el sauce muerto, como el citroen GS, no son sino pequeñas historias de destrucción en las que me voy destruyendo. Si uno está atento a las cosas, puede asistir al decaimiento de su mundo, que siempre tiene -faltaría más- razones objetivas y circunstanciales. Con diligencia infantil (por estas cosas vuelves a ser aquélla), fuiste a comprar un par de sauces niños y los plantaste con ayuda del jardinero. Gracias, amor, pero nuestra vida ya no da para esperar la madurez de un sauce. El citroen y los sauces son dos deflagraciones, entre tantas, de una vida final.
Andas entre las ramas, te pierdes y reapareces por el jardín, buscando flores sin nombre, o mimando el barroquismo excesivo de las rosas, eres luz en la luz o sombra en la sombra, estás repentinamente en un sitio o en otro (esto es lo que te da más carácter de aparición), riegas un poco sobre lo que ha regado el jardinero, pensando al nivel de ti misma, rubia y morena, o sea, no pensando apenas, y yo, desde la sombra interior y letrada de la casa, te veo ir y venir, aparecer y desaparecer, recupero un momento a la de entonces (sólo un momento, ay), aquella niña de provincias, con calcetines blancos, zapatos altos de su hermana mayor y andares de cabra trabada.
La niña aparece en ti, María (tus compañeros de profesión, o lo que sean, te llaman María, y voy a darte, de momento, ese nombre distanciador que no es el tuyo, por aliviar ternuras). La niña aparece en ti cuando el pensamiento se te vuela (con tanta facilidad, según el médico, y según tengo yo observado, sobre todo), y no es que pienses en cosas abstractas o lejanas, sino, sencillamente, que no piensas. "Si pierdo la memoria, qué pureza", dice un verso del poeta catalán Gimferrer. Otro día hablaré de tu veloz y diagnosticada pérdida de la memoria, que no deja de ser un desnudamiento hacia la infancia. Hoy sólo quiero advertir que en esas pausas de pérdida de memoria, entre rosal y rosal, entre el ciruelo estéril y los ciruelos no estériles, vuelves a ser aquella niña que no se acordaba de nada porque nada había vivido. Hoy lo has vivido todo, amor, lo grande y lo pequeño, el daño y la culpa, conmigo y sin mí, y siento que, como tu pérdida de memoria te purifica, tu memoria silenciosa soy yo, que no olvido, que no puedo olvidar nada. Eras aquella niña dulce y crispada, lenta y perfecta, resignada en la provincia, toda tú de medidas provincianas, y esa niña es lo que la vida me ha robado, lo que la vida ha ido diluyendo o sumergiendo, como la tierra se hunde en el mar, treinta centímetros cada siglo. Aquel yo se hunde en el yo actual, treinta centímetros cada año. Somos unas Venecias que, generalmente, ni siquiera han estado en Venecia.
Sólo una esquina de sol, un laberinto de jardín, me devuelven de pronto aquella niña de hace tantos siglos, y no lo siento por ti ni por mí, sino que lo siento por la vida, que así acuña imágenes hermosas de sí misma y las borra. Luego, te haces actual, más que real, y entras con unas flores o un tomate, mira cómo huele este tomate, ya ves qué hermoso, es de los que cultivo con el jardinero, o dejas las flores, rosas rojas, en una sencilla jarra de agua, sobre esta mesa de madera buena y simple en la que trabajo. Puedo contar ahora mismo cinco rosas, que todavía perfuman, pero con perfume de ayer, ya no de hoy, mientras julio se aduerme por los cielos. Mañana, las rosas tendrán que ser otras, ay. De momento, algún pétalo gordo, como desprendido por su exceso de terciopelo, de color o de olor, cae sobre un folio en blanco, sobre un libro, en el agua o la naranja del vaso.
Estás en el jardín como en tu cielo. Luego, a la noche, me haces las cuentas de lo que se ha revalorizado el terreno. Serías un ángel si no te obstinases en ser un ángel contable: es decir, una mujer.
Las mujeres, amor, sois ángeles contables.
El coche, el citroen, el viejo citroen GS, el coche que ya no usas (ahora sólo sacas el alfa), el viejo coche, María, como habrás ya comprendido, no es otra cosa que yo. No una metáfora de mí, no una imagen, sino yo mismo, María, yo mismo, que he venido a encerrarme en un cuadrilátero de sombra y sosiego, cansado de ciudad, por destilar en silencio el aceite pesado de mi prosa y mi muerte. El citroen y yo nos parecemos, reconoce que nos parecemos. Estuvimos de moda y nos han superado otros modelos. El citroen no quiere competir y yo tampoco. No sé si te enteras muy bien, María, de lo que me pasa por dentro, porque yo sigo escribiendo todas las mañanas, entre el jardín y el alba, en mi máquina roja, obsequio de una novia treinta años más joven que yo, y cómo acabó aquello, ya lo sabes. Hago mis artículos, mis colaboraciones, ejerzo mi profesión de escritor que "escribe bien", llevo treinta años vendiéndole palabras a la gente, nunca creía que se pudiera vivir de eso, de vender el diccionario por piezas, y luego trabajo en libros como éste, un poco líricos porque no tengo otro lenguaje, no porque me guste, y bastante confesionales, espero, porque sé que escribir es siempre volverse del revés y, sabiendo esto, he renunciado a toda clase de prótesis argumentales, que son las de los novelistas de moda que se limitan a seriar sus pulcras redacciones. Redactan novelas, amor, hoy en España se redactan novelas. Juan Ramón, más cruel, decía: "Guillén está forzando un nuevo libro." Yo sé que los fuerzan, pero prefiero subrayar que los redactan, porque redactar es todo lo contrario de escribir. Hoy se llevan esas minuciosas redacciones, sin una sola intuición verbal. Vaya una mierda.
Pero yo no soy más que un viejo citroen GS, amor, el citroen del garaje, que ya nunca sacas, y que disfruta eternamente de una penumbra de aceite, leña y aperos de jardinería. Mira, María, dios te salve, María, pero no sé si has llegado (o lo callas por discreción) al fondo de mi fondo, al muerto que yace en mi edad, con costumbres de vivo, todavía, al citroen GS, modelo viejo de hace más de diez años, que llevo enterrado en mi fondo.
Un día, cuando esté solo, voy a encerrarme en el citroen GS, en el asiento de atrás, que es donde yo iba casi siempre, y voy a estar allí horas y horas, todo un día o toda una noche, sin comer ni beber (qué superado ese "hombre nuevo" del alcohol), respirando el pasado que vive en ese coche, su pasado de tapicería azul y asientos cómodos. Voy a viajar, yo que no sé conducir, en el coche encerrado en el garaje, sin tu conducción sensata -tú, siempre tan urbana-, sin la conducción loca de Agosto, la niña, sobrina de las cosas.
Hemos traído el viejo citroen GS y me he traído yo, uno de mis múltiples y sucesivos yoes, el último, el de los últimos diez años, al garaje de sombra, a esa cosa de garaje fresco que tiene siempre la sombra (sabes que odio el sol: Sartre decía que es siniestro), y ni nos hemos confesado que el citroen GS no va a rodar nunca más por las autopistas ni te he confesado, no sé, María, si lo intuyes ni si te importa, que yo sigo rodando como un automóvil, con la inteligencia de otro, el otro que fui hace muchos años, pero que mi sueño secreto de automóvil quemado es un garaje rectangular, con leña para el invierno, con los mezclados olores de la jardinería y el automovilismo (el jardinero guar- da aquí sus cosas). Cuando se renuncia a la conquista de la actualidad, María, se descubre el presente, mucho más rico y verdadero. La actualidad sólo es un mito periodístico. No me entiendas menos que al GS, María.
Las rosas, María, las rosas, por qué estas grandes rosas, rojas, blancas, amarillas, creciendo en el jardín, entre tú y yo, inventándose una fiesta que no hay, las rosas, amor, las rosas, tan tarde en nuestra vida, estas enormes rosas de una geometría excesiva, barrocas rosas de té, como de un japonesismo puesto a tostar, y qué celebran las rosas del rosal, dímelo tú, María, anda, dímelo tú, que andas desnuda por los espejos, peinándote hasta más allá del final del pelo. No hay nada que celebrar, no hay nada que dar ni que tomar, salvo la continuidad funeral de nuestras vidas, y he aquí la ceremonia de las rosas, su crecimiento diario, casi monstruoso, la mentira de olor que ponen en mi vida. De vez en cuando, algunas mañanas (ya lo tengo escrito en este libro), me pones unas rosas sobre la mesa, en una jarra, mientras trabajo. Gracias por las rosas, María, pero han llegado, ya te digo, un poco tarde a nuestra vida, a nuestras vidas (que nunca sé si hay que decirlo en singular o en plural, y no es un problema de sintaxis, claro). Son casi como las flores que se ponen a los pies de los muertos. A veces, ahora mismo, experimento el vacío inmenso que hemos ido dejando entre tú y yo, a lo largo de una vida, y he aquí que ese vacío se me llena de rosas, irónicamente, he aquí que nuestra desgracia da rosas como si fuera nuestra felicidad, qué felicidad. Nada de hacer aquí, por supuesto, la anatomía de un matrimonio, como esas que se usan en el cine, para consumo de parejas premarchitas. Ninguna enseñanza, aquí, sobre la vida. Esto no es un manual del perfecto matrimonio imperfecto.
Pero la abundancia y el tamaño de las rosas han llegado a cabrearme. ¿Y a qué vienen tantas rosas? Es como si la fiesta se estuviese dando en otro sitio, y yo sin enterarme. Estas rosas/monstruo son el síntoma de algo. De una felicidad que me es hostil, siquiera porque la ignoro. ¿De qué dicha, dime, nacen estas rosas?
En el agua poliédrica mi desnudo navega. Es decir, que esta mañana he entrado en el agua de julio como en el interior de una fresca y durísima piedra tierna, acogedora, y he rodado, dentro de la piedra de agua, por los bosques y los cielos.
El agua es una desaparición, seguramente ya lo tengo escrito, y uno, a cierta edad, sólo busca formas de desaparecer: el agua, la escritura, el sueño. El agua me ha partido en dos con su cordialísimo filo, y he gozado esa delicia de vivir desprendido de mí.
En algún momento debo haber anotado, María, que hay que renunciar a la actualidad para dejar que emerja el presente. No otra es la clave de este libro. Una interrupción de la actualidad (de las "actualidades", como se llamaron alguna vez los noticiarios cinematográficos) en beneficio del presente. Mejor, María, nos quedaríamos en el presente para siempre, amor, olvidados de la actualidad, a la que tanto hemos dado de nuestras vidas, hoy inactuales. El agua es la forma más pura y más leve del presente. "Sencillez última del universo", la llamó el poeta. Entrar en el agua es dejarse invadir por el presente absoluto, por un enviado del cielo, como cuando un ángel entra en una virgen. Desaparezco en el agua, desaparezco en el presente: soy yo el presente. Tan presentes nos hemos hecho, de pronto, y tan presentes se nos hacen las cosas, que casi nos desconocemos. Estamos educados/deseducados en ese presente de segundo grado que es la actualidad.
Yo soy rehén de la actualidad, María, amor, mariamor, y tú vives siempre en el presente, en tu presente, en un presente impersonal donde ni siquiera te acuerdas de ser demasiada persona. Quizá esto sea lo que mejor nos explique, María. Quizá sea ésa una de las distancias que nos separan y acercan. Qué camino, el mío, qué esfuerzo, de la actualidad al presente, y con qué facilidad, sin proponértelo, entras tú en el tuyo, en el reino de las cosas, te distribuyes en gatos, ciruelas, agua que corre, guiso que arde, llama que te llama, olor que pasa, entrando en los armarios y saliendo, mariamor, comunicando un óleo con un espejo, en una actividad que no sé bien si es toda la chamarilería de la vida o es el tejido mismo que tú tejes, viviendo, el presente que digo y que sólo existe cuando alguien -tú- vive en presente. Quizá existes menos cuando te paras, cuando te sientas, cautiva en alguna argucia de la luz. O quizá es el presente el que se para, lo que deja de ser o se interrumpe cuando te quedas quieta hojeando una manzana como un libro. En todo caso, yo, desde este presente precario que es sólo actualidad, te miro, como te he mirado siempre, en tu actualidad inactual, en tu presente real e involuntario, con el que en seguida te fundes, como paisaje tuyo. Y deseo ahora mismo, mareado de lo uno o de lo otro, o mareado yo qué sé de qué, deseo que sigas haciendo cosas, cerniendo el tiempo con manos cernidoras, entre árboles de pájaros o esos tarros donde vas seriando la luz de los veranos. Sigue, María, haz cosas, genera más presente, no sea que nos hundamos, complica más la vida con la vida, rodéame de un presente grato y neto.