Image: Zhivago, otra vez en Madrid

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Primera palabra

Zhivago, otra vez en Madrid

3 diciembre, 2010 01:00

Eugeni, el hijo de Pasternak, ha presentado una traducción directa del ruso al español de El doctor Zhivago. En 1956, con el pretexto de un Festival de la Juventud, y tras sortear las prohibiciones del dictador Franco, viajé a Moscú y desde allí a Peredelkino para visitar a Boris Pasternak, que todavía no había ganado el Nobel, pero que, junto a Maiakowski, era el poeta ruso que más nos interesaba a los jóvenes de entonces. Yo le quería hacer una entrevista para ABC, cumpliendo instrucciones del sagaz, del inolvidado Luis Calvo. Fracasé. El escritor estaba ausente pero me abrió la puerta de la dacha Olga Ivinskaya, el gran amor de Pasternak, una mujer ajada y mal vestida con unos ojos profundos y claros que nunca olvidaré.

Cincuenta años después, el Zhivago está vivo entre las nuevas generaciones. Aquel médico, como los jóvenes, hoy, se burlaba de los políticos. “Desprecio la política. No me gustan los hombres que no aman la verdad”. Para él, acertadamente, la búsqueda de la verdad es el centro neurálgico de toda la vida intelectual. En una ocasión en la que alguien intenta coaccionarle, manifiesta valientemente que no está dispuesto a mentir “ni aunque usted me haga tiras”. Por eso, sus juicios sobre la revolución marxista, que él vive de cerca, son excepcionalmente interesantes. Al principio, tras “el golpe teatral de febrero de 1917”, según la calificación de Pasternak, el doctor Zhivago no oculta su “fidelidad a la revolución y el entusiasmo que le inspira”. Refiriéndose al triunfo bolchevique afirma: “¡Qué magistral operación quirúrgica! Echar mano del bisturí y sajar tan maravillosamente todos los viejos abscesos. Sin equívocos y con toda sencillez se liquida una injusticia secular que estaba acostumbrada a recibir inclinaciones, reverencias y toda clase de homenajes”. Su entusiasmo es entonces sincero, y cuando un personaje de la novela le expone con agudeza que los obreros y campesinos “de las garras del antiguo Estado derrocado han venido a caer bajo el poder incomparablemente más estricto del superestado revolucionario”, Yuri Zhivago no hace caso. Su socialismo no es, desde luego, como el que Chernichewsky resumía, cínicamente, en esta frase: “Mi ropa, tu ropa; mi pipa, tu pipa; mi mujer, tu mujer”. Pero hasta la guerra civil no se abren a la verdad los ojos del doctor. “El marxismo -dice entonces- es demasiado poco dueño de sí mismo para ser una ciencia. Las ciencias tienen equilibrio”. Más adelante, desilusionado ya por completo, dice, con ironía, a un comunista: “Los amos de su pensamiento tienen la manía de los proverbios, pero olvidan el más importante, y es que no se ama a la fuerza”. Lara Fiodorovna, su gran amor apasionado, refiriéndose a los comunistas, agrega un juicio exactísimo que Zhivago comparte: “No son hombres, son piedras”.

Pero es el caso que, a pesar del amor que siente por su familia, Yuri Zhivago no puede resistir la atracción que sobre él ejerce la belleza de Lara Fiodorovna. Como no cree en el amor libre, del que hablan los comunistas, se siente agobiado por el peso de la conciencia inquieta. Aquí es cuando la gran novela de Pasternak gana en intensidad y en desgarradora emoción. Yuri Zhivago, al terminar la guerra civil, regresa de sus prisiones de Siberia. Su esposa Tonia, que parece una pintura de Boticelli, está ausente. El doctor enferma. Lara le cuida con su gracia de cisne blanco. Es una mujer que tiene asomada a los ojos la inquietud infinita del siglo. Su belleza, la lánguida estilización de su cuerpo, se graban en el alma del médico.
Cuando las circunstancias les separan, Yuri Zhivago se llena hasta los bordes de una melancolía densa que le ahoga. El doctor no espera ya nada de la vida y se abandona por completo. Pero su nihilismo, como en Dostoiewski, es aparente. En cambio, no es tan auténtica su afirmación de la persona humana y, sobre todo, de Dios. En Crimen y castigo, Raskolnikof se salva por el camino de la expiación, al que le conduce Sonia, la “mártir voluntaria de puro amor”. En la obra de Pasternak, Larisa Fiodorovna encuentra a Yuri Zhivago, a las pocas horas de su muerte, y, abrazada a su cuerpo, se despide de él: “Adiós, mi gran amor; adiós, mi orgullo; adiós, mi rápido, profundo y pequeño río, ¡cuánto amaba tu incesante rumor, cuánto amaba arrojarme sobre tus tibias ondas!”