Juan Echanove: "Bebe en muslo de miel sangre vertida"
En la cumbre ya de la interpretación teatral, Juan Echanove brinda a los espectadores la maestría de su voz empastada, el gesto exacto, la profunda mirada, la expresión certera. Estamos ante un actor que conoce todas las veladuras y los registros todos, que escudriña los misterios, que enciende los ánimos, que se saca a tiras la piel del alma en cada representación. Solo por verle, solo por escucharle, sea cual sea la obra que interprete, vale la pena acudir al teatro y disfrutar de tan colmada autenticidad, de tanta capacidad para la escena.
John Logan no encontrará un actor capaz de encarnar como Juan Echanove a Mark Rothko, el pintor enardecido por el alcohol, el bipolar malvado, el pensador que provoca y estremece, el desazonado letón que vertebró en Nueva York el periodo más deslumbrante del arte estadounidense.
Ortega y Gasset, la primera inteligencia del siglo XX español, y García Lorca, el poeta del amor oscuro, escribieron dos ensayos profundos sobre la idea del teatro, superiores a aquellos de Antonin Artaud y Stanislavsky que crepitaron durante muchos años a lo largo de Europa. Juan Echanove bebe en muslo de miel la sangre vertida por el Lorca salvajemente asesinado. El gran actor, que sin duda tendrá defectos y dejo a los críticos especializados que los subrayen, hace resplandecer el texto de Rojo, la obra teatral de Logan. Escuchando a Echanove se comprende que Rothko no tenía otra salida natural que el suicidio como Camus le exigió a Sartre cuando se gritaron en el Café de Flore, en aquel debate que hizo temblar el bulevar Saint-Germain.
Existe la creación literaria imaginada solo para el teatro. Así ha sido desde Eurípides a Tennessee Williams, desde Shakespeare a Buero Vallejo. Sobre la escena se han interpretado también adaptaciones de novelas, cuentos, epopeyas y poemas. En raras ocasiones ha subido a las tablas la metafísica general, la ontología, el ensayo... Las ideas filosóficas en Rojo estallan en el escenario durante los diálogos entre Rothko-Echanove y su joven ayudante, Ken-Ricardo Gómez. El joven actor da la réplica con notable nivel al maestro. Los diálogos, excelentes a veces, sutiles siempre, sin lugares comunes ni vulgares juicios, suponen la filosofía del arte transformada en un juego teatral que asombra a los espectadores y les hace disfrutar hasta romperse en un aplauso final interminable.
Poco importa la anécdota sobre la que se arma la estructura argumental de Rojo: el gran Mies van der Rohe encargó a Rothko, que no a Pollock, pintar los murales de un restaurante en el edificio Seagram. Lo verdaderamente significativo de esta obra no es lo que ocurre sino la tempestad de ideas que se desencadenan sobre el arte, entre juicios certeros y también arbitrarios, lanzados en torno a los grandes nombres de la pintura universal desde Rembrandt a Picasso.
Juan Echanove no ha dudado en meterse en el alma de un ser despiadado, de un genio de la pintura, y ha podido con él, le ha derrotado, con la escolta excelente del traductor Collado, del escenógrafo Andújar, del iluminador Gómez Cornejo, de ayudantes y colaboradores como Gerardo Vera, Markos Marín, Gómez de Segura, Zuriñe Santamaría o Fernández Insausti.
Y Juan Echanove, el grande, para satisfacción del buen gusto literario, para deslumbramiento del teatro. Del teatro de verdad, zarandeado por este actor que en la quincena de obras por él interpretadas, ha demostrado dominar todos los registros y pasar la batería como un misil, de este Juan Echanove al que quiero terminar recordando como el Caballero de la Triste Figura, el Don Quijote cervantino y turbio, a la compañía teatral de Angulo el Malo: “... y mirad si mandáis algo en que pueda seros de provecho; que lo haré con buen ánimo y buen talante, porque desde muchacho fui aficionado a la carátula, y en mi mocedad se me iban los ojos tras la farándula”.